Isabella Durán no sabía de la blogocampaña contra la pornografía infantil.
El profesor de escritura de ficción, que leyó su cuento «Un jueguito más», sí sabía y me lo envió.
Es duro, advierto, porque todas las narraciones sobre el mal lo son.
Un jueguito más
Isabella Durán
Mila es la única niña que no quiere jugar. Está en la cama con las piernas recogidas, el mentón sobre las rodillas, las manos entrecruzadas como si estuviera rezando, los hombros tensos y la mirada que no mira a nada. El resto de los niños son menores y la filmadora que descansa sobre la cómoda les resulta fascinante. El señor de cabeza calva y estómago hinchado les ha ofrecido ser protagonistas de una película romántica.
– Anda, vamos a jugar –le insiste Daniel.
Su pantalón gris ya está en el suelo, el calzoncillo de Mickey Mouse asoma por debajo del sillón. Mila mira con el rabillo del ojo la puerta entreabierta del baño. Se encoge más y más; hasta convertirse en una bola humana diminuta y temblorosa.
– Esto no es un juego, Daniel –le intenta advertir más como un deber de conciencia que como un acto que albergue alguna esperanza.
Está segura de que Daniel querrá jugar porque el productor de cine puede ser muy simpático cuando lo desea.
La puerta del baño se abre de un golpe. Mila araña las sabanas. Le tiemblan las manos que ahora parecen garras de iguana queriendo desmantelar los tejidos de la cama del sótano de su casa. Desgarrar los tejidos y los secretos. Cierra los ojos.
– Esta niña preciosa es la protagonista de la película –dice el productor mientras la abraza por detrás y oprime la mano de Mila entre una sonrisa.
Los cuatro niños la miran asombrados, como si estuvieran viendo a Marilyn Monroe. Se apagan las luces. Mila no dice nada, ya sabe lo que debe hacer: Con los ojos cerrados y de manera automática se despoja del vestido rojo que su madre estaba planchando esta mañana.
-¿Ese vestido es tuyo, Mila? –le había preguntado su padre mientras resbalaba la mano por debajo de la mesa.
-Sí, me lo dio la abuela –dice intentando zafar la entrepierna de la mano áspera de su padre.
-Me gustaría ver cómo te queda. Póntelo hoy.
Mira a su mamá con una súplica callada que se pierde entre la lavadora de platos, los ladridos del perro del vecino y la leche que se derrama sobre la mesa. Hace tres años que no tiene sexo con su esposo y no sabe por qué.
Mila la escucha lavar los platos de la cena mientras se suelta el cabello, rizos negros azabaches. Su madre insistía siempre en llevarla al peluquero, pero Mila se negaba. En la habitación oscura de los viernes por la noche ella era protagonista de una película de horror y su único escudo eran los rizos que le cubrían el pecho.
– Tú, Daniel, acuéstate así… sí… ahora ven tú, eso es, abrázala, tócala. Sonríe, sí. Jueguen, sí. Mila, amor, juega con Daniel. Ya sabes cómo.
El juego y la película y la voz del productor se van apagando. Mila se duerme mientras actúa a ser algo que no es y que no quiere ser. El productor de cine se despide de los actores y les entrega su honorario en forma de caramelos.
– ¡Adiós, Mila! –le dicen, pero ella no los puede escuchar, no los puede mirar.
Está segura de que aunque ellos olviden esa noche, nunca podrán recostarse en la cama, ni sentir las manos de otro en su piel, ni estar cómodos ante la palabra juego. Sabe que les dolerá, cerrarán los ojos, se sentirán pequeños. Cerrarán los ojos porque es más fácil crear utopías en la oscuridad.
Mila se recuesta sobre la cama hecha un ovillo. La función no ha terminado, pero está cansada, así que corre a su habitación, cierra la puerta con llave y se queda de pie con la oreja pegada a la puerta rezando porque su padre no la venga a buscar.
-¡Mila, Milaaa, Milaaaaaaa!
Escucha los pasos aproximarse.
-¿Amor? –le dice la voz del productor de cine desde el otro lado de la puerta.
-Estoy cansada –solloza.
-¡Un jueguito más! –le pide/ordena.
-No, no. ¡Por favor!
-¡Quita la maldita llave, puta! –le grita y empieza a patear la puerta.
Mila no dice nada, sabe lo que debe hacer. Cierra los ojos y lo deja entrar. El productor de cine le da un puñetazo en el rostro que la obliga a abrir los ojos y mirar a su padre. Le arranca el vestido rojo y con las manos temblorosas la zarandea del cabello. Rizos largos que arranca y que su hija extrañará desde ese instante. Se apagan las luces.
Mila yace sobre el suelo con un halo de sangre, desnuda, los huesos de sus caderas sobresalen, los rizos pintados de rojo y esparcidos por la alfombra. Tiembla. El padre se desploma junto a la cama y nota que sus piernas delgadas y velludas tiemblan también. Recuerda su niñez por primera vez en la vida.
Recuerda su niñez y cierra los ojos.
Conto de terror.
Sí es duro. Parece mentira que en una escritura de «ficción» se puedan plasmar hecho tan reales que lleguen a doler. Lo peor de todo es que ocurre en la realidad.
¿En qué se parece una impresora a una campaña?
Horroroso Isabella. Muy muy bien
CONTO DE TERROR.