Cuesta pasar por un periódico estos días sin toparse con una columna, una noticia o un reportaje que palabree sobre el llamado burkini. Ayer me harté. Primero por la palabra misma, tan mal inventada, porque sustituye el «bi» de «bikini» por «burka» de manera fraudulenta. Probablemente alguien pensó que ese «bi» significa dos sin caer en la cuenta de que Bikini procede de un topónimo, un atolón de las islas Marshall. Pero además, no parece que ninguna musulmana se bañe con burka, la prenda que oculta incluso los ojos detrás de una especie de rejilla. El debate, por tanto, empieza mal, con una falsificación sensacionalista de los nombres.
Lo del burkini me parece una tontada, pero no lo del burka y los demás velos que cubren el rostro y comprendo que se prohíban en una cultura abierta como la nuestra, pero que dice respetar la dignidad humana. Me dan vergüenza los motivos de seguridad que se aducen. El verdadero problema radica en que esa vestimenta borra por completo la identidad de las personas: no las oculta, sino que las hace desparecer. No pueden dar la cara ni, por tanto, responsabilizarse ni diferenciarse ni distinguirse. Se convierten en bultos, algo peor que objetos.
Cuando alguien se viste o desviste de manera que su rostro, que es la máxima expresión física de su identidad, pasa a un segundo plano para atraer la mirada hacia otras zonas, esa persona se está vistiendo de un modo vulgar que tiende a convertirla en un mero objeto para los demás. Pero si se tapa todo, también el rostro, entonces deja de existir, como si no tuviera nombre. Y esto, en nuestra cultura, resulta degradante y por eso debe rechazarse: por inhumano, no por problemas de seguridad.