La fiesta es mágica y de difícil definición. Connota alegría, descanso, celebración con otros, espontaneidad, agradecimiento. Se festeja la existencia propia y la de los demás, la existencia del mundo, de la familia, de la aldea, de la villa, del barrio, de la ciudad. Se festeja el regalo recibido. Pero resulta casi imposible penetrar en el núcleo de una palabra tan sencilla, tan pequeña incluso en sílabas.
La fiesta tiene un núcleo no disponible. Nadie puede forzar la fiesta. Siempre que se intenta -y se ha intentado mucho desde cualquier género de poder-, termina en el inevitable desfile chillón o tristón. Muy a menudo, en ambos a la vez, como ocurría con las fiestas nazis. Las fiestas no se inventan en una probeta, nacen como los niños o devienen en otro negocio con forma festiva. Se advierte muy claramente en la diferencia entre las fiestas populares auténticas y las llamadas fiestas populares de regímenes sin libertad, con sus paradas guerreras, sus tanques y sus mosaicos gigantescos en los que cada persona levanta una pieza de una imagen limitada y controlada. La fiesta de verdad no celebra el poder, sino el misterio incontrolable de la existencia. De ahí su encanto.
En torno al 15 de agosto se multiplican las fiestas en todos los rincones de Galicia y en el resto de España. Impresiona ver el mapa que publicó estos días La Voz. También es la fiesta grande de mi pueblo y el santo de mi madre. He vivido estas fiestas desde niño y me hicieron crecer. Son fiestas de guardar, y yo las guardo. Como un tesoro que me calienta el alma sin cansancio. Precisamente, la diferencia definitiva entre la fiesta y su falsificación radica en eso: en que la auténtica no cansa.