Parece que estamos abocados a vivir los próximos decenios entre dos fundamentalismos: dura vida es esa, porque equivale a decir que tenemos que apañárnoslas acosados por dos grandísimos errores. Las elecciones austríacas lo han mostrado a las claras, pero se advierte en todas partes. Contra lo que se suele decir, el fenómeno de la extrema derecha no nace con la crisis ni con los problemas de inmigración: se trata de un fenómeno en crecimiento gradual desde hace muchos años. Y se alimenta, precisamente, de la gente más sencilla, de los que antes votaban izquierda porque los grandes partidos de ese ámbito defendían a los trabajadores. Ahora sienten que defienden otras cosas y, encima, no les gustan esas cosas.
Tampoco entienden a los partidos clásicos de derecha o de centro, engullidos en la guerra ideológica posmarxista por el discurso multiculturalista, globalizado y, en general, por una idea del mundo, de la familia y de los grandes valores que nada tiene que ver con lo que la gente sencilla entiende por sentido común, pero que domina el discurso público de las élites políticas y mediáticas. Así que las élites se han ido quedando solas. Cada vez las sigue menos gente, salvo los jóvenes educados en ese discurso. Pero esos jóvenes perciben la falsedad de la corrección política, les sabe a poco, y también escapan hacia alguno de los extremos.
Semejante panorama explica el caso Trump en Estados Unidos o el caso Bolsonaro en Brasil, además de sus múltiples manifestaciones europeas. Si la élite política y mediática no se repone y cambia su discurso, caeremos inevitablemente en alguno de los extremos. O, Dios no lo quiera, en la confrontación violenta entre ambos.