Siendo un párvulo de segundo año, estaba tan tranquilo en mi pupitre y de pronto se abrió la puerta con mucho estruendo y apareció mi hermano llorando. Venía en mi busca, perseguido por una profesora, porque una avioneta había hecho un vuelo rasante sobre el colegio nacional en el que estudiábamos y Luis pensó que se avecinaba un bombardeo y quería morir conmigo. Mientras me abrazaba, la profesora que lo había perseguido sin éxito por el pasillo comentó: «A saber lo que le cuentan al niño en casa». Me sentí muy culpable. Por entonces, padecía obsesión con la guerra y, muy especialmente, con los bombardeos, materia frecuente de mis pesadillas nocturnas, y ya de día, tendía a dibujar aviones lanzando toda clase de munición sobre barcos y ciudades. Eso era lo que le enseñaban a mi hermano en casa y se lo enseñaba yo.
Aunque ya no sufro tales pesadillas infantiles, temo el próximo bombardeo, tan inútil, para el que están aprontando sus armas tantos trolls y tantos bobos que pretenden ametrallarnos con tuits desde sus helicópteros pesados de vuelo bajo. Me refiero a los memes y memeces, a las guerras de banderolas, banderas y banderillas, farola a farola, calle a calle, barrio por barrio. Y a los asuntos sucios que caerán aparentemente del cielo como bombas de racimo sin mirar a quién lastiman más. Y al spam de propaganda y papeletas en el ordenador y en el buzón de casa que se derramará sobre una población ahíta, cansada, harta, hasta las narices.
Como en los bombardeos, cada uno se refugiará en su sótano o en su búnker, si lo tiene. Y de ahí saldrán el día 26 de junio para votar lo mismo. O para no votar. O quizá quince días sin asomar cabeza, pensando… ¿Se imaginan?
A vida sigue e non hai acubillo.