Me apena la situación de Brasil, país para el que guardo un afecto especial desde hace casi treinta años. Estos días he recibido muchos mensajes de amigos de allí, antiguos alumnos la mayoría, periodistas casi todos. La percepción general puede resumirse en una palabra: impotencia. Uno de los mensajes resumía el panorama en una frase certera que me dio que pensar: no hablaba de Lula ni de Dilma ni de la conveniencia de que se retiraran o prosperara la moción para retirarlos. Se limitaba a decir que la gente es buena, que trabaja mucho, pero que, si se le presenta una ocasión favorable para atrapar algo más, no lo piensa dos veces. Y no se refería solo a los políticos.
Los brasileños son, en efecto, gente buenísima y muy trabajadora, pero lamentablemente, lo otro también es frecuente, como han podido comprobar quienes hayan intentado hacer negocios allí. No es fácil resistirse a lo fácil, sobre todo si se disfraza, al principio, de preocupación por la familia u otros intereses nobles: la financiación del partido, por ejemplo. Primero se hace una caja b y, cuando el dinero se ha vuelto invisible, resulta fácil separar una parte para uno mismo y guardarla en Suiza o en Andorra. Pero no se llega a Suiza de golpe.
Sí, he cambiado de país a mitad de párrafo, porque las diferencias de nuestros políticos con los de Brasil son solo de grado: circulan allí muchos chistes sobre esto. Y también son de grado las diferencias entre la gente común que, aquí como allí, se indigna y protesta, pero si se presenta la ocasión propicia para trincar, trinca: sean de derechas o de izquierdas, políticos o técnicos, empleados o empleadores. Por desgracia, no ocurre solo con el dinero.