La Voz de Galicia

Aunque el alumbrado público las anuncia antes, comienzo a percibir la llegada de las fiestas navideñas por la subida brusca del nivel de afabilidad. Primero, en el tráfico: casi desaparecen los bocinazos, los malos gestos, y nos volvemos de pronto comprensivos, pensamos que el otro tiene prisa o que se ha equivocado y que eso le pasa a cualquiera. Y luego, en la calle, en los autobuses y tiendas, en todas partes desaparece la sospecha y la gente mira bien, amablemente. Explica Josef Pieper que la afabilidad nunca puede ser exigida, no es un derecho del otro, pero que sin esta virtud resulta imposible la vida social.

Hablamos, por tanto, de un regalo que hacemos o nos hacen y que produce alegría en quien lo dona y en quien lo recibe. Una alegría contagiosa que se expande veloz como una epidemia. Curiosamente, salvo la artificial, la alegría no podemos fabricárnosla. Dependemos de los otros y de cuánto seamos capaces de ofrecerles. Por eso la alegría es íntima del amor: «Quien no ama a nadie ni a nada no puede tener alegría por muy desesperadamente que la busque, ya que en tal situación adquiere toda su fuerza la tentación de engañarse con el paraíso artificial». Pieper otra vez.

Este es el misterio de la Navidad, que Dios ha querido explicar haciéndose niño, es decir, pequeño, frágil y dependiente: alguien que nada puede ofrecernos, salvo la alegría de verlo y atenderlo. Por eso una Navidad sin Niño o sin niños puede pasar fácilmente de Navidad a francachela. Si perdemos la sensibilidad con los niños, lo perdemos todo, empezando por la alegría. De ahí que Francisco haya dedicado casi entero su mensaje de Navidad a los niños maltratados, explotados, abusados.

Publicado en La Voz de Galicia, 27.diciembre.2014