La crisis de Ucrania empieza a diluirse en la torrentera informativa. Quizá, porque se descuenta que ni Rusia invadirá Ucrania ni esta recuperará Crimea. Es decir, se percibe que no pasa nada, como si los cientos de muertos no contaran, como si el miedo no mordiera, como si la gente concreta no importara a nadie.
Dicen que esa crisis solo conviene a Putin para despistar con el viejo truco del enemigo externo a un pueblo en crisis social y económica, bastante más harto que el nuestro. Pero las guerras, como apuntaba Francisco en su entrevista con Cymerman, sirven también para otras cosas: “Descartamos a toda una generación por mantener un sistema económico que para sobrevivir debe hacer la guerra… Pero como no se puede hacer la Tercera Guerra Mundial, entonces se hacen guerras zonales. ¿Y esto qué significa? Que se fabrican y se venden armas”.
Las recomendaciones de los analistas geoestratégicos más conocidos, curiosamente, confluyen en una misma idea en torno a Ucrania: crear un cinturón en la frontera occidental de Rusia, desde Finlandia a Azerbaiyán. La OTAN sería poco útil en este escenario y una intervención a gran escala de Estados Unidos, también. Remedio: rearmar a esos estados, porque algunos ni tienen ejército y otros apenas podrían soportar medio ataque. Que paguen los que puedan –por ejemplo, Azerbaiyán, que al igual que Georgia acaba de anunciar importantes compras de armamento– y a los otros se les daría el crédito que necesiten.
Las palabras del Papa, citadas ayer por Vicente Lozano, continuaban así: “… Y con esto los balances de las economías idolátricas, las grandes economías mundiales que sacrifican al hombre a los pies del ídolo del dinero, se sanean».