En el último Nuestro Tiempo. Empieza así:
La conversación me dejó algo inquieto, así que la rebobiné un momento para fijarla mejor en la memoria, y después tomé algunas notas en un cuaderno. Habíamos quedado para hablar de otros asuntos, sin embargo él empezó por ahí, no sé muy bien cómo: quizá sin introducción ni pretexto, abruptamente, en cuanto tomamos asiento en unos sillones rojos y blancos, de esos baratos que se compran desmontados. Total, que el hombre empezó a quejarse de que la gente ya no entiende las parábolas. Ni siquiera la parábola por excelencia, la del hijo pródigo: se ponen, me dijo, del lado del hermano mayor, el que se enfada. Le dije que no era difícil de entender la postura del hermano mayor. Incluso se entiende bien la del otro hijo. Ambos razonan en términos económicos, que nos resultan cercanos y familiares, y solo el padre rehúye ese esquema para acogerse a un paradigma distinto: el del amor, la misericordia y el perdón. Nos pasa mucho, le dije. Tendemos a juzgar en clave de coste—beneficio, lo justo y lo injusto, lo hermoso y lo feo, lo verdadero y lo falso, todo. (seguir leyendo)