La lluvia en São Paulo cae como si en vez de gotas llovieran baldes de agua. En apenas unos minutos las calles se inundan y el tráfico aterrador de esa ciudad inmensa se detiene en atascos que pueden alcanzar cientos de kilómetros. Me ocurrió el miércoles, justo cuando me iba hacia el aeropuerto. Me salvaron la pericia de un taxista amigo y el haber salido con bastante anticipación. Gracias a eso, callejeamos por el Braz, un barrio atestado de tiendas de tejidos al por mayor. Me impresionó y caí en la cuenta de que los mercados que más me interesan y en los que más aprendo -voy a los mercados para aprender- son aquellos en los que nunca compraría nada. También me había ocurrido tres días antes, al llegar, en un centro comercial en el que lo más barato, cafés aparte, era una corbata de doscientos euros. No diré marcas, pero jamás había visto juntas aquellas tiendas, salvo en un centro comercial parecido que encontré en Beirut, destinado casi exclusivamente a jeques árabes.
Esas paradojas, quizá contradicciones, de Brasil.
Como las de aquí: nada más aterrizar, me encontré en la web del periódico dos noticias pegadas: una hablaba de la preocupación por el problema creciente de obesidad infantil y la otra de que cada día hay más niños que van al colegio sin desayunar o sin nada para la merienda. Ciertamente, una y otra situación responden a razones bastante distintas, pero no dejan de resultar paradójicas, quizá contradictorias, porque ambas tienen que ver con cómo se cuida o descuida a los niños. La paradoja es bonita, pero la contradicción, feísima. Insoportable.