Pensaba escribir el sábado sobre el efecto «déjà vu» (la sensación de que uno ya ha visto antes algo) que me produjo asistir el miércoles pasado al anuncio oficial del comienzo de la crisis económica en Brasil: aunque en el 2008 el país creció más de un cinco por ciento, en el último trimestre el Producto interior bruto cayó un 3,5 por ciento y, según muchos expertos, el país está abocado a entrar en recesión en el 2009. El gobierno Lula había dicho que la crisis internacional no afectaría a Brasil. Ahora dice que su sistema bancario está saneado y que recuperarán muy pronto la línea de crecimiento. Dèjá vu.
Pero en fin, ojalá sea cierto, porque los efectos de una crisis como esta en un país como Brasil pueden ser inmediatos y demoledores para capas muy amplias de la población que no pueden acogerse a un sistema de protección como el nuestro. No solo no pueden, sino que ni siquiera lo entienden. Me contaba un amigo brasileiro, muy escandalizado, la actitud de un colega suyo español que había perdido recientemente su empleo. El brasileño, preocupado, intentó animarlo y orientarlo. Pero el español le dijo que estaba muy bien, que no se alarmase, que tenía muchos meses de paro y que no pensaba hacer nada hasta que se le agotasen. Una actitud sencillamente insolidaria de la que yo mismo he sido testigo con alguna frecuencia, pero que que resulta imposible en Brasil y en tantísimos otros países no europeos.