La Voz de Galicia

¿Qué habría ocurrido si la Reina hubiera contestado a las preguntas sobre el aborto y el matrimonio de homosexuales de otra manera?

¿Si hubiera dicho que el aborto es un derecho de las mujeres y la palabra «matrimonio» la más lógica para referirse a esas uniones?

No pasaría nada, pensé. Pero no.

La misma algarabía de declaraciones que se ha producido ahora estallaría en ese supuesto. Sólo que, claro, se trataría de un bullicio festivo en torno al grito: «¡Qué linda y qué moderna es nuestra Reina!».

Para acallar las voces que se levantaran en contra de tales declaraciones —pocas voces, me temo— se organizaría una cerrada defensa en torno a la libertad de expresión que asiste a la Reina como a cualquier mortal. Y si alguien se atreviera a matizar que ella es la Reina y que, por tanto, está obligada a una neutralidad política absoluta, le contestarían:

primero, que la Reina no tiene asignado ningún papel constitucional;

segundo, que si tuviera alguna obligación de neutralidad, derivada de la del Rey, tampoco se aplicaría en este caso, porque al referirse al aborto y a los matrimonios de homosexuales, no habla de política, aunque esas opiniones puedan ser interpretadas en clave partidista;

y tercero, que ya el Parlamento había decidido por nosotros (aunque casi la mitad del hemiciclo votó en contra) y ahora ella, faltaría más, tiene que pensar lo mismo que la mayoría.

Quizá se insinuase, incluso, que ya iba siendo hora de que la Reina se mojase en esas materias y pusiese su autoridad moral a disposición del progresismo. Como hacen los actores. Más aún, quizá dirían que la Reina se había quedado corta y debería haberse pronunciado con más contundencia y menos reparos.

Pero ocurrió al revés, y entonces gritan: «¿Por qué no te callas?»

Es lo que podríamos llamar, con David Álvarez, una libertad de expresión selectiva.

Y no sólo se la aplican a la Reina.

(versión impresa)