La Voz de Galicia
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Umbral escribía que el deporte es la sofisticación de la guerra y como era habitual en el escritor pucelano, tiene razón.

Este fin de semana de calor y fútbol, bajé a ver la final de la Champions al bar dónde suelen congregarse las huestes futboleras de la parroquia, no me considero un forofo,  pero cuando se trata de presenciar el espectáculo de una final de categoría, me gusta camuflarme entre los aficionados que hacen de sus colores el sentido de la vida durante noventa minutos de combate.

Es asombrosa la información, la esgrima dialéctica y el saber que despliegan las almas congregadas en torno a la televisión; en los minutos previos especulan estrategias, estados de forma, vendetas y revanchas pendientes con una profusión de datos que me dejan boquiabierto.

Junto a esa sabiduría futbolera, aparece el despliegue de la mentalidad mágico primitiva que les lleva a todo tipo de sortilegios para resolver la contienda. Se cubren de bufandas y cervezas mientras afirman que el chándal que calzan es un fetiche ganador  de probada eficacia, hacen todo tipo de gestos y muestran cuernos y peinetas cuando el adversario ataca y se levantan, se agitan y jalean a los propios con una tensión contagiosa llena de adrenalina y cerveza. Algunos se tapan la cara o simplemente se van para no gafar el lance, lo del gafe es un denominador común porque nunca faltan comentarios que identifican que jugador, que espectador o qué personalidad presente en el estadio es , sin duda, el responsable de la debacle de quienes la sufren.

Y ese rencor ( el odio eterno) que mantienen durante generaciones frente a los adversarios de toda la vida y , aseguran, prefieren quitarse un ojo con tal de que el otro pierda los dos.

La vida en modo fútbol.