La Voz de Galicia
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El derrumbe de las figuras de autoridad es  una realidad innegable. Ya lo desvelaron los posmodernistas hace décadas, pero la cosa ha ido a más.

Son muchas la variables que ayudan a comprender por qué los padres, los maestros, los jueces, la policía, los médicos, los curas o los reyes han perdido su autoridad, pero me centraré en una de ellas.

La relación con las figuras de autoridad siempre es desigual, la autoridad siempre tiene algo que nosotros no tenemos, sean conocimientos, fuerza, poder, vidas ejemplares, habilidades o altas cunas. Esas carencias hacen que proyectemos nuestra imaginación sobre ellas y los veamos distintas, capaces de sostener lo que creemos que son sin tambalearse lo más mínimo.

Pero para que la autoridad ejerza como tal es necesario un cierto grado de misterio, de ocultación de aspectos que  imaginamos distintos y mejores a los nuestros.

Si la totalidad  de la vida se vuelve transparente para todos y resulta que todos somos iguales en deseos y miserias, la posición de desigualdad frente a la autoridad se debilita  empezando a relacionarnos con ella de igual a igual.

Cuando la vida de las autoridades se emite en  series, se cuelga en las redes sociales y se pinta de color de rosa escudriñando detalladamente sus trayectorias vitales,   desde su infancia hasta sus novios, amantes, ambiciones, travesuras y miserias, su autoridad se desmorona y se le pierde el respeto.

 

 

 

Vivimos como las putas en el barrio rojo de Ámsterdam, en una sociedad trasparente, en un escaparate de redes sociales que decoramos con nuestros momentos más íntimos y delicados. Todos nos «seguimos» a todos, como vacas sin cencerro y carentes de referentes con la autoridad suficiente para guiar al rebaño

A la autoridad la tumbó la transparencia -por citar algunas recientes-: a la primera ministra de Noruega le costó un disgusto mostrar que se divierte como cualquier joven de su edad, al maestro Enriquece Ponce lo corneó la foto piscinera toreando  en un cocodrilo de goma, al juez Pedraz de la Audiencia Nacional lo condenaron los photocalls,  al rey Carlos de Inglaterra le gritan hace años que va desnudo y, a nuestro emérito, lo abatió la imagen de un elefante abatido. Todo a la vista de todos, todos esclavos de las mismas pasiones.

Para tener autoridad hay que permanecer oculto, envuelto en cristales biselados, mates, ahumados y opacos que oculten lo que no existe.

El cínico Diógenes deambulaba a pleno día con un candil encendido por la Atenas del siglo IV a.c.  «buscando a un hombre de verdad» (de aquellas  no existía lenguaje de género).

Los Diógenes actuales van con un móvil encendido buscándolos en Instagram.

Haberlos haylos, pero están ocultos, no se dejan ver.