La Voz de Galicia
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Según los datos del último trimestre del INE,  España es el segundo país, después de Italia, con mayor número de jóvenes entre 18 y 24 años que ni estudian ni trabajan, son los llamados «ninis» que suponen algo más de 900.000.

En términos interanuales la cifra se redujo con relación a los años pre pandemia en que se llegaron a sumar 6.9 millones de jóvenes ninis entre 16 y 29 años.

En otro apartado, el paro juvenil entre menores de 25 años cerró el último trimestre de 2021 en un 30.7%, lo que supone un  porcentaje 9.1 puntos menor que en el 2020.

Padres tiene la santa  sociología  que darán explicación a estos datos en clave de políticas de empleo y economía, pero hay más derivadas que quizás no se tengan en cuenta. Es llamativo que la disminución de la cifra de «ninis» y el aumento de jóvenes ocupados se produzca después de la experiencia pandémica.

El COVID-19 sumado a todas las demás calamidades padecidas recientemente han supuesto una bofetada de realidad para todo el mundo, pero mucho más para los jóvenes dedicados a la molicie que vieron como la vida real es mucho más peligrosa que la que se ve en las pantallas, y que la felicidad  no se regala ni es un estado irreversible. Vivencias que seguramente sirvieron de acicate a muchos jóvenes para ponerse las pilas y empezar a trabajar o a estudiar (la cifra de abandono escolar también ha disminuido significativamente en estos dos últimos años).

Hablando entre colegas coincidimos en que la proliferación de ninis observada en este siglo está enraizada en el modo de educar que desarrolló la sociedad del bienestar y la posmodernidad.

Si usted le preguntara hace treinta años a los padres qué futuro querían para sus hijos, seguro que darían respuestas del tipo: «que sea una buena persona», «que se gane bien la vida» o » que tenga salud».

La misma pregunta efectuada en los últimos diez años tendría mayoritariamente la misma respuesta: «que sea feliz». Buenas intenciones que condenan al niño y al joven a la infelicidad porque la obligación de ser feliz tiene esas consecuencias.

El «Que sea feliz» evita toda frustración y lleva a una educación sin límites ni esfuerzos y a una sobreprotección paterna que los debilita. Terreno abonado para la proliferación de ninis que acabarán siendo unos infelices, incapaces de enfrentarse a un mundo real que nada tiene que ver con el que le sirven sus bienintencionados padres.

La frustración es el envés de la felicidad pero ambas forman parte de la misma moneda. Igual de importante que la aspiración de ser feliz, es la capacidad de tolerar las frustraciones insoslayables de la vida.