Con todos los amigos que hablé este fin de semana, no hubo silla ni barra en que no saliera a relucir la infidelidad del novio de Tamara Falcó, lo que demuestra la verdad del concepto freudiano de «pulsión escópica» del ser humano o el goce que produce mirar por el ojo de la cerradura y espiar la vida del otro.
Da igual quien sea, el vecino o la Presley, el goce está en la comparación de la vida del otro con la de uno. Interesa como viven, cómo disfrutan y cómo padecen, no sólo por la historia en sí que puede ser más o menos apasionante, sino porque mirando la vida del otro se activan las llamadas «neuronas espejo» que nos hacen sentir lo que siente y eso a veces asusta y otras coloca.
Toda aquel o aquella que haya sufrido el desengaño amoroso de una infidelidad inesperada se sentirá concernido en la historia de Tamara, y me temo que somos la mayoría.
¿Sufre como yo sufro?¿será capaz de perdonarlo?¿caerá en un pozo depresivo que eclipsará su glamur?
En los corrillos que asistí cada uno expresaba su opinión y casi todos empatizaban emocionalmente con Tamara reverberando en su pena, su frustración y un dolor empapado de culpa por no haber atendido las verdades de su madre-que de eso sabe largo- que la advirtió repetidamente. Pero el amor es ciego.
A mí me interesa más el ex pretendiente. Iñigo Onieva es un ejemplar de una subespecie humana legendaria: el pijus magnificus en su variedad de empresario de la noche con muchos efectos especiales y seguridad en sí mismo.
Pobre Iñigo, los pijus magnificus como él siempre pierden su gran oportunidad por no pararse a pensar un poco y guardarse la gallarda.
No contaba con que Tamara tiene fe y eso alivia mucho.