La Voz de Galicia
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Una servidumbre que padecemos los médicos es que cuando estas en una reunión de amigos, siempre hay alguien que te interpela acerca de los múltiples males que le aquejan; a veces lo hacen seriamente preocupados y otras en un tono jocoso que oculta más preocupación si cabe.

Ese fue el caso de una amiga que hacía tiempo que no veía y que al saludarla, empezó a relatarme el mal de “tripofobia” que padecía desde que acabó el encierro pandémico.

Pidiéndole más detalles sobre su peculiar malestar, lo definió como la ansiedad que le provocaba mirarse al espejo y ver la tripa que había echado en los tiempos de clausura y que ya se extendía a la de su pareja y allegados, viéndose obligada a evitar cualquier encuentro tripofóbico con excusas poco razonables que  dejaban en evidencia su conducta irracional.

Las fobias simples o específicas suelen ser muy comunes, se dan frente a determinados objetos, situaciones o animales (sitios cerrados, serpientes, ratas, sitios abiertos, alturas…) y expresan la memoria de nuestra evolución; son miedos que quedaron grabados a fuego en el cerebro emocional de la especie alertándonos de peligros que costaron la vida a muchos de los nuestros en el decurso de los tiempos.

Más allá de este tipo de fobias específicas cada individuo puede desarrollar un miedo particular a las cosas más peculiares, por ejemplo la barriga de mi amiga.

Pero lo que captó mi  atención fue el error de pensar que estaba frente al segundo caso de Tripofobia que he visitado profesionalmente.

La verdadera Tripofobia – del griego trypa: agujeros-, es el miedo irracional a los patrones  geométricos repetitivos que se dan en la naturaleza, tales como panales, pústulas en la piel, colores en animales o determinadas flores, que generalmente alertan de un peligro mayor que una panza generosa.