La Voz de Galicia
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Habrán oído y utilizado  alguna vez la expresión  “poner  la mano en el fuego por alguien”. El término viene de una práctica utilizada en Europa hasta bien entrada la Edad Media conocida como Ordalía o Juicio de Dios; dicha prueba se aplicaba frente acusaciones difíciles de dirimir en una sociedad feudal y ultra religiosa.

El procedimiento consistía en someter al acusado o acusada a una serie de pruebas atroces que, en caso de ser superadas, probaban su inocencia. Una de las más frecuentes consistía en obligar al reo a sujetar un hierro candente, sumergir el brazo en agua hirviendo o meter la mano directamente en el fuego (de ahí la expresión).

Si el acusado curaba de las terribles lesiones producidas se entendía que era inocente, pues sólo Dios podía haber intermediado para  superar una prueba así.

Desde la implantación del derecho romano y el progresivo laicismo de la sociedad ya no se estilan este tipo de juicios, pero en el imaginario popular siguen vivos y los vemos todos los días.

Con el  “Dios ha muerto” de Nietzsche señalando el paso a la Modernidad, las ordalías dejaron de ser una cuestión divina para ser una suerte de íntimas supersticiones en las que es el propio sujeto quien arriesga la salud, el honor o la vida, sometiéndose a pruebas frente a las cuales se cree invulnerable. Una suerte de ruleta rusa dónde la bala nunca lleva su nombre.

Las sobredosis de todo tipo de sustancias, el VIH, el cinturón de seguridad o algunos deportes extremos son ejemplos de cómo el ser humano puede someterse a pruebas de ordalía convencido de que saldrá indemne de ellas, algo poco racional, pero  propio de esos vestigios mágico-primitivos que atesora nuestra mente.

Es verdad que el ímpetu de la juventud y la falta de  madurez cerebral que ella comporta – un cerebro humano no está completamente maduro hasta pasados los veinte años- es más dada a hacernos sentir invulnerables y despreciar los riesgos, pero las conductas de ordalía no son patrimonio exclusivo de la juventud y se dan en todas las edades.

Las fiestas provocativas y las conductas de riesgo juveniles observadas  frente al coronavirus, dónde  ponen la mascarilla en el fuego arriesgando, no sólo su salud, sino la de la sociedad en su conjunto, es una de ellas. Un problema de inmadurez biológica que -como todas las conductas disruptivas adolescentes- sólo puede controlarse desde una autoridad reconocida y reconocible.

Hay también ordalías talludas como las del Rey Emérito, que de tanto arriesgar metiendo  mano dónde no debía, acabó confundiendo inviolabilidad con impunidad invulnerable…Como tantas otras gentes maduras sin corona pero con algún tipo de poder , sea emocional, político, financiero o del espectáculo.

Éche o que hay.