«No se preocupen, sé que jamás lo entenderán», así finalizó su exposición doctoral en Cambridge un junio de 1929 Ludwig Winttgenstein, un joven inestable pero genial, al que su amigo el economista J.M Keynes gritaba cuando se lo encontraba en la estación: «!ha llegado dios!
El doctorando se acababa de enfrentar a un tribunal de fuste: Sir Bertrand Russel y G.E.Moore, dos de las mentes más poderosas del siglo XX rematando con ese soberbio improperio.
Fue a instancias de Russell que presentó su obra capital: el «Tractatus» como tesis doctoral para conseguir un plaza en Cambridge que él nunca buscó. El Tractatus es una página de oro de la filosofía universal que lanza un obús al conocimiento, y alumbra una verdad insondable: «de lo que no se puede hablar, hay que callar».
Ludwig Wittgenstein es otro judío más de tantos que brotaron en la Europa tudesca del siglo XX, hombres y mujeres curtidos en permanentes guerras y exilios, atenazados por mil disciplinas morales, trabajadores tenaces y geniales que cambiaron la comprensión del mundo; tipos como Wittgenstein, Freud, Marx, Eistein,.. El pensamiento de estos judíos es de tal calibre que hasta las chorradas que digan hay que tenerlas en cuenta porque provienen de otra realidad que las mentes mediocres no vemos.
La diferencia entre los exabruptos de una mente prodigiosa y los de una mente vulgar es la misma que hay entre la genialidad y la mala educación.