La Voz de Galicia
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A mediados del siglo pasado el matemático René Thom enunció la Teoría de las Catástrofes cuya aplicación a las ciencias sociales y de la conducta tuvo gran predicamento allá por los años ochenta y que, en nuestro país, divulgó por primera vez  Salvador Dalí, siempre ávido de nuevos avances científicos que inspiraran su obra plástica.

Una catástrofe es aquello que hace perder el equilibrio y cambiar la estructura de cualquier cosa. Se pretendía saber si es posible predecir acontecimientos del tipo de en qué momento, dónde y de qué manera se va a producir una grieta en la pared, un desplazamiento de continentes o un cambio de estructura social o personal; todos son ellos ejemplos de  catástrofes singulares cuyo estudio escapa a los métodos del cálculo diferencial de la física mecanicista y al control humano.

La vida es una sucesión de sucesos que suceden sucesivamente -afirmaba el Marqués de Lozoya – pero en la vida hay sucesos sin más y sucesos que provocan catástrofes como las que René Thom pretendía estudiar para poder controlarlas.

Lo malo es que este tipo de catástrofes son del todo impredecibles y nunca podemos saber que renuncia que elección o que encuentro, va a provocar un cambio catastrófico en nuestra vida. Qué consecuencias reales va a tener que te enamores de alguien o de que alguien se fije en ti, que tengas un accidente,  te vayas de viaje a Cuba  o te disparen la primera bala ilegal. Cualquier suceso mínimo puede rompernos el equilibrio y generar un cambio catastrófico irremediable. Así de fuerte y así de intenso.

Cuando conseguimos la distancia y el tiempo suficiente que nos permite  ver más claro las consecuencias de la sucesión de sucesos que  provocaron nuestras íntimas catástrofes, es cuando sufrimos una de las crisis vitales más ácidas del ciclo vital: la de la mediana edad. Es en esta etapa de balances dónde  se producen más separaciones, más cambios de forma e intensidad de trabajo, de vivienda, de lugar de residencia, de rutinas y también en la que  más gente corre,  se compran más motos, más coches deportivos y se producen más operaciones estéticas. Todo en un intento de desandar el camino andado, buscando corregir el rumbo que un día provocó algún pequeño  suceso que acabó siendo nuestra íntima catástrofe.

De momento no podemos aprender  ni nadie nos puede enseñar  a  acertar frente algo imprevisible.

La paradoja de que lo contrario al acierto es igual de auténtico que él, es irremediable, quien se mueve se estrella y quien se queda quieto, se pudre.

Cuando tras la catástrofe no se puede volver atrás sólo queda  encontrar la mejor forma de avanzar, aunque vuelvas a estrellarte.

Cuestión de azar y suerte.