La idea de que estamos viviendo un neofeudalismo en el que proliferan los muros , las fronteras y la querencia por encerrarse en el terruño defendidos por un Señor que nos haga sentir seguros frente a tanta incertidumbre, es algo a tener muy en cuenta.
En un tiempo en que el miedo a la amenaza yihadista, al extrangero y a la pobreza, no encuentra consuelo en el discurso político oficial de unos líderes de plastilina que se muestran incapaces de trasmitir otro mensaje que no sea «por aquí vamos bien», lo que a estas alturas es más que dudoso. Mientras tanto, las izquierdas se distraen en gestos de buen rollito y utopías enlatadas pasadas de caducidad: más democracia, menos toros, menos estatuas, más bicicletas, menos autoridad… Cuando miras más allá de lo que la política ofrece no es de extrañar que mucha gente solo vea a Trump. Un tipo con pinta de ser capaz de poner orden y protegerte como un sheriff del mejor Silver Kane.
Con la Revolución francesa el pueblo conquistó el derecho a defenderse solo sin necesidad de aristócratas que lo protegiera. La valentía se democratizó y surgieron dos formas de entender esta conquista: a la europea «ya no hay amos» y a la anglosajona «todos somos amos». Para la democracia anglosajona el valor individual se consolidó como una virtud fundante de la República y para la europea el ciudadano se convirtió en un soldado más con que alimentar los ejércitos del pueblo. Los americanos inventaron la Sociedad del rifle y los europeos la mili.
Trump es un líder que cumple con todos los requisitos para ser creíble en el imaginario americano medio: está condicionado por el significante de su nombre, «triunfador», algo que los norteamericanos valoran como gran mérito; tiene porte de John Wayne, promete ser el azote de los dueños del ferrocarril, de los indios que amenazan a los colonos, de los bandidos enmascarados en burkas y se lía con las chicas del salón.
En el imaginario europeo Trump remite a un nuevo amo, eso que tanto se desea y tanto se desprecia a la vez.
No puedo dejar de pasmar viendo las fotos de la casa de Donald y Melania, lo más parecido a un espolio del Palacio de Aranjuez en medio de Manhattan. Y viéndolo descender por aquella escalinata de revista con una greca de bellezones eslovenos enmarcándolo.
Pero lo más inquietante de la noche triunfal fue el Principito -ese niño adormilado de aspecto siniestro al que le gustan los trajes- montado en un león de peluche con el traje impecable y el pelo escarchado de caviar.
La criatura promete,