La Voz de Galicia
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Remató la jornada un día de finales de Julio sin vacaciones. La carga del trabajo y el calor le aplastaban tanto que un dolor lumbar desconocido comenzó a acompañarle a diario. Necesitaba encontrar algo relajante que le hiciera feliz.
La edad no facilitaba la huída por la vía del sexo y tuvo que desecharla.
Una noche de copas con los amigos cobraba un precio demasiado caro a pagar con dos o tres días de cabeza embotada y mal aliento.
¿Qué decían los griegos que había que hacer para lograr la felicidad?-se preguntó. Sea lo que fuere, la vía para conseguirla era a través de la belleza, eso sí lo recordaba.
¿Qué cosas son bellas para mí ? Nunca lo había pensado y no identificó nada concreto aunque, si saberlo, ya estaba caminando en su búsqueda y la atención que requería el asunto comenzó a mitigar el dolor de espalda.
Buscó y rebuscó en mil cajones de memoria; desempolvó todos los Cds persiguiendo temas que recordaba le habían resultado bellos hacía muchos años. Volvió a repasar el cine que había disfrutado antes de que los Centros Comerciales lo alejaran de él.
Llamó a antiguos amigos que guardaban el secreto de momentos que podía calificar, si no de bellos, sí de felices.
No era mal viaje ése de revolver en aspectos agradables del pasado buscando la belleza.
Ascendiendo por una inquieta corredoira alcanzó la cumbre del monte -un pequeño remanso con bancos de piedra y la tramoya necesaria para asar sardinas- que ofrecía una panorámica de la ría propicia para desatar un síndrome de Stendhal y ponerse a sollozar contemplado esa belleza. Ya caía el sol.
Abrió la mochila y sacó un vaso, una botella de whisky irlandés y una bolsa de hielo. Desenfundó el MP3, ajustó los auriculares, le dió al play y se tumbó en el banco de piedra con un icerbeg braceando dentro del whisky en la mano. Comenzó a sonar algo que le había regalado una vieja amiga y que se le antojaba bellísimo: el concierto para chello de Elgar interpretado por un angel sonoro que se llamaba Alisa Weilerstein.
Ya lo abrazaba el ocaso cuando la mano que marcaba displicente el compás de la melodía se acercó al bolsillo de la camisa y sacó el mechero; rebuscó en la mochila que le hacía de almohada y sacó una lata. Se levantó, encalló el vaso en la piedra y abrió el tapón. Comenzó a girar como un derviche al ritmo lento del adagio mientras escupía gasolina como un aspersor por todo el entorno.
Se sentó en el banco viendo arder el horizonte .
Aquel espectáculo le pareció de una belleza insuperable.
Y creyó sentírse feliz.