La Voz de Galicia
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Apenas siete mesas para el doble de parroquianos en la terraza de una tasca enxebre y una luna escandalosamente grande y redonda, así remató la jornada tomando cerveza con un buen amigo de Boeu.
Mientras el resto conversaba y escudriñaban sus móviles nos sorprendimos pasmando con esa luna que titilaba como una enorme pastilla efervescente en el cielo de una noche de verano.
Tras varios minutos de silencio compartido mi amigo dirigió una mirada parabólica al resto de la gente y sentenció certero: “víches…xa non hay lúas”.
Uno de los precios que hemos pagado por pasar de vivir en el entorno natural al urbano –no digamos ya por pasar del urbano al tercer entorno virtual- ha sido la desaparición de cosas como la Luna.
La gente mira más al móvil que al cielo, al mar o los árboles. La derivada que se desprende de esto es una borrosidad del paso de las estaciones, de las mareas, de los ciclos lunares…de todos los ritmos biológicos que nos acompasan con un universo que cada vez más es un presente continuo de leeds y plasma.
El asunto en cuestión es si todos vemos lo mismo cuando miramos –si es que miramos- lo mismo. Es imposible saberlo porque todas las cosas están cargadas de un significado íntimo que no es más que el puente tendido entre nuestro intelecto y el mundo. Si la luna no tiene significado no se aprecia, simplemente deja de existir.
Nada tiene que ver la misma Luna para un paisano, un astrónomo, un pintor, un marinero o un ciudadano urbanita del siglo XXI; para éste la Luna a lo sumo es algo que está, pero no distingue otro atributo. No crece ni mengua, no es vieja ni nueva, no está cerca ni lejos. Está la Luna pero no hay lunas.
Cada cultura, cada momento histórico percibe las cosas de un modo distinto, los esquimales distinguen doce tonos de blanco, los gallegos utilizan setenta vocablos diferentes para describir la lluvia. Los jóvenes nacidos después de los setenta no distinguen determinadas tonalidades de gris que sus padres -colonos del cine y la fotografía en blanco y negro- distinguen sin dificultad.
Las cosas no existen más que en la relación que tienen con nosotros. El árbol que cae no hace ruido sino no hay nadie que lo escuche.
Nuestro actual entorno es un mundo construido en el que se perciben mejor los “estándares de configuración cromática”: magenta, amarillo, cián y negro de las pantallas que cualquier otra tonalidad natural; dónde nos son más familiares los saborizantes que los sabores o el sonido de las alarmas más variados que los diferentes cantos de un gallo.
Y aquí estamos, amigo, compuestos e sen lúas.