La Voz de Galicia
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En realidad el Oeste que dibujan las películas y cantan las novelas es pura invención. No existieron esos «saloones» con chicas de alterne que bailaban el can/can hasta el amanecer, ni tahúres de magnificas cicatrices que se hacían acompañar por pianistas cómplices. La realidad fue otra bien distinta, de corrales polvorientos, sórdidos locales con alguna que otra prostituta de retirada, tipos pobres buscando sobrevivir y espacios infinitos rasgados por un incipiente trazado ferroviario. Hubo delincuentes y pícaros como en todos los lados y algún sheriff que se tomaba su trabajo de servidor público a conciencia. Poco más.
Todos guardamos en la memoria alguna película del oeste, todos tenemos cierta familiaridad con los indios navajos, arapahoes, apaches o pies negros. Todos sabemos quien fue Billy el Niño, Sitting Bull o Bufalo Bill, y todos hemos silbado alguna melodía de Ennio Morricone porque forman parte de nuestra mitología personal y cultural.
Mis primeros encuentros serios con el oeste se los debo a mi padre que gustaba de las novelas de Marcial Lafuente Estefania. Aquellas novelitas tamaño cuartilla con papel malo y portadas de cartel de cine, constituían un tesoro incalculable para leer en verano tumbado en la playa. Aquel salvaje oeste y aquellos salvajes veranos…
Marcial Lafuente Estefania era el «top hit» indudable del genero y el segundo era el gran Silver Kane.
Ese Silver Kane a quien siempre imagine alto y enjuto como sus personajes, ese admirado entretenedor de horas muertas de sol y excusado que pintó el Oeste en nuestras mentes; ése, era el pseudónimo de un profesional del relato, un excelente periodista y un albañil de las letras que, como muchos otros represaliados de su generación, recabó en la editorial Bruguera de la posguerra que les dio una cierta esclavitud como trabajo.
Francisco Gonzalez Ledesma era Silver Kane, un octogenario rechoncho, apacible y vivaracho que fue capaz de escribir una novela semanal durante más de 400 semanas en las que sus historias del oeste le/nos permitieron subsistir.
El pistolero patibulario, el caza recompensas de mirada fría y nulos sentimientos, el enterrador borracho, el sheriff ciego, la dama del rancho vestida de ciudad, los ladrones del banco, el cacique adinerado y sin escrúpulos, el indio musculoso y noble que sabia morir esbozando una sonrisa, y esas mujeres de pechos generosos y muslos torneados envueltos en medias negras con costuras de lomo negro de Aguinaga por las que centelleaba el cañón corto de un Derringer, segundos antes de clavar el plomo entre las cejas del último canalla.
Murió Silver Kane, un ejemplo de oficio y de vida. Esta vez la bala no pasó rozando su rostro sino que le alcanzó de pleno.
Gracias por tanto, Kane.