La Voz de Galicia
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Con motivo de la coronación de Felipe VI me entretuve releyendo la vida de todos los Felipes reyes que en nuestra historia han sido y conseguí olvidarme un rato de Don Pujolone, los nuevos líderes, los cohetes en el cielo de Palestina y los argentinos al borde del abismo.
Hubo una historia -que algunos tildan de leyenda- que me produjo especial solaz por lo divertido y cinematográfico del asunto.
Resulta que Felipe IV, a la sazón hijo de Felipe III, nieto de Felipe II y padre de Carlos II el Hechizado, Austrias todos ellos,gobernóel Imperio más grande jamás conocido -que es lo que éramos allá por el siglo XVI y XVII-. No sólo no se ponía el sol en la parcela, sino que la habitaban los Quevedo, Calderón, Lope de Vega, Velazquez y demás mindunguis. Todo un siglo de oro.
Pues resulta que D. Felipe IV aparte deser muy piadoso, haber comenzado el lío con Cataluña y meternos en pendencias por toda Europa, era un tipo muy pirondón y le gustaba más el faldeo que las artes marciales. A lo mejor fue por eso que dejó el gobierno del reino a su valido el Conde Duque de Olivares.
Lo divertido de la historia es que cuentan que quedó prendado de los encantos de Dª Margarita de la Cruz, una joven novicia recién profesada en hábitos y no se le ocurrió otra cosa que pretenderla. El Conde Duque de Olivares armó el plan junto a un tal D. Jerónimo Villanueva, conocido calavera y dueño de la casa que conectaba con un pasadizo al convento de San Plácido sito en la calle San Roque de Madrid, que era dónde se alojaba la ninfa.
Allí se plantaron los tres mosqueteros al frío de la noche y el aullido de los gatos. Aparecieron en pleno cenobio encontrándoseen un corredor iluminado con cirios, el murmullo de un miserere y una estancia iluminada al fondo. Al paso les recibió Dª Teresa, tía de la novicia,y tras una genuflexión les invitó a entrar al velatorio de la joven Margarita recién fallecida, que yacía bellísimamente amortajada en el lecho. La arguciade la monja dio resultado y los tres caballeros salieron pies en polvorosa con el rabo entre las piernas -nunca mejor dicho- y la conciencia abrumada por la culpa y el mal rollo. Fruto de ese sentimiento fueron los regalos con que el rey prodigó al convento, entre otros, el magnífico Cristo que mandó pintar a Velázquez y que hoy es una de nuestras joyas pictóricas.
Ya te digo.