La Voz de Galicia
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Cuando llega Semana Santa llega la hora de revivir unos días el ritual de la muerte y el duelo.
La semana Santa es toda ella un rito funerario expresado de formas distintas. Las diferencias entre una semana santa andaluza y otra castellana son un ejemplo de cómo, con la misma fe, se puede solemnizar y embellecer la muerte de forma tan diferente. Nada que ver una saeta rasgando el silencio de olor a azahar, con el sonido del bombardino y la carraca de las capas pardas zamoranas. Contemplar una procesión en Triana y otra en Castilla, es comprender la historia de sus gentes. Es ver al moro tumbado en una alfombra de las mil y una noches perfumado de alelí, contemplando un jardín maravilloso en la Alhambra; y ver al mismo tiempo a Isabel la Católica en el castillo de la Mota, sentada en una silla de cuarterones castellanos contemplado la meseta. Son formas distintas de ver la vida y la muerte.
Pero por muy pomposas que sean las procesiones de semana santa no producen el mismo respeto que un muerto de cuerpo presente. La contemplación de un muerto de verdad impone otro respeto y reflexión, a parte la pena reservada a los cercanos. La muerte es un espectáculo extraordinario que moviliza sentimientos intensos y uno de los más curiosos es el recato que producen los muertos.
Probablemente la mayoría de la gente no haya visto un muerto en su vida; me refiero a un muerto de verdad, no a uno de esos de plastilina y ketchup del “Walking Dead” –los muertos no sangran ni persiguen a la gente-. Ni a toda la variedad de muertos que salen en los telediarios tras una tragedia. Ni al Cristo de la cama. Me refiero a un muerto de verdad, un muerto tranquilo y difunto sin más.
Creo que lo que me ha despertado esta vena necrófila de hoy, ha sido tropezar en la Semana Santa después de sufrir la intensidad de los funerales de Suarez -demasiado rigor junto. Me ocurrió algo semejante cuando se enterró al Papa Wojtyla –con aquellos impecables zapatos rojos que descubrí calzaban los Papas- . Son funerales espectaculares, muy lejos de las pudorosas muertes de todos los días en que nadie que baje tu cadáver a hombros, nadie te vela con respeto y a cara descubierta, sin saetas, sin adornos, sin color, en peceras refrigeradas y oculta a las miradas. Parece como si el prolongado hábito de vivir de nuestra sociedad haga que nos asuste la muerte y que sólo la podamos contemplar en forma de espectáculo.
Morir es lo peor, lo mejor es estar muerto, decía un pensador.