La Voz de Galicia
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Ver una película en el cine no es lo mismo que en casa. El cine exige una liturgia. Requiere oscuridad, grupo y silencio.
La oscuridad apacigua, recoge y oculta. El grupo afianza y contagia las emociones: las caldea, las potencia y las comparte. Decía Pascal que para medir el grado de salud mental de un individuo, bastaba con ver si es capaz de permanecer media hora solo, sentado en una silla y en silencio. La inmovilidad del cine ayuda a estarse quietecito, a no hablar por el móvil, ni levantarse a la cocina, ni wasapear… actos que se han infiltrado en los lugares más sagrados de nuestra vida.
La agonía del cine tiene muchas razones. Por una parte hay escasez de historias que hagan Historia, que no sean efímeras, pero también hay algo del orden del continente. La degustación del séptimo arte ha perdido mucho desde su confinación a las Superficies Comerciales.
Una película es una historia y obliga a reflexionar sobre ella. Lo menos apetecible para ese momento íntimo de introspección, es salir y verte metido en una vorágine de tiendas, hamburgueserías y bullicio adolescente antes de volverte loco buscando el coche en el sótano dos.
Los cines quedan a desmano para mucha gente y tener que coger el coche da pereza. Los cambios de cartelera semanales hacen que si te interesa una película y te despistas estés condenado al “top manta”. El cine entró en la lógica de los tiempos descritos por Lipowetsky y Bauman que hace que todo sea rápido y efímero.
La devoción por los actores ha llevado a que las películas se hagan a su medida; el interés por la vida privada de los astros hace que su sola aparición suponga un taquillazo cuando la mayoría no tienen un pase. Vende más el actor que la historia.
El motivo del declive de la asistencia al cine se debe a las nuevas tecnologías, pero también es un precio pagado por vivir como en Conneticuct: sin tiendas debajo de casa, ni cines ni bares, todo concentrado en un gran Centro Comercial a las afueras.
Pero -atención al dato- la burbuja de estos “no lugares” –Augé, dixit- ya ha explotado. Petó uno y petarán más.
La experiencia de ver proliferar las grandes superficies y despoblarse el centro ha caducado como tantas otras tras la Crisis.
Los vendedores inteligentes volverán a colonizar el paisaje urbano y cambiaran los hábitos de vida y relación. Gastaremos menos, conoceremos más gente y bajaremos peso.
Podremos ir al cine andando, tomarnos un vino a la salida en el bar favorito del barrio y dar un paseo comentando la película hasta casa sin necesidad de escaleras mecánicas.
¡Ay! San Antonio me escuche.