La Voz de Galicia
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La hucha, también llamada alcancía —otra hermosa palabra agonizante—, es uno de esos objetos que todos conocemos, todos hemos tenido de niños y casi ninguno tiene de mayor.
En su origen pragmático, la hucha tiene una función fundamentalmente educativa. Sirve para inculcar la idea del ahorro y templar el imprescindible tiempo psíquico de la espera —ese tiempo que media entre el deseo y su satisfacción y que nos ajusta el nivel de tolerancia a la frustración—, tan imprescindible para ser civilizados.

He leído que la hucha con forma de cerdo es de origen anglosajón, dónde alrededor del siglo XV se utilizaba una arcilla anaranjada llamada pygg con la que se realizaban diferentes utensilios para el hogar (platos, vasijas, vasos, recipientes, jarras…).
Por entonces, era costumbre guardar el dinero en algún utensilio de cocina y éstos eran conocidos como pygg jar. Todo parece indicar que el color característico de la arcilla llevó a alguien a hacer un recipiente en forma de cerdo donde guardar el dinero y aproximadamente sobre el siglo XVIII evolucionó la palabra de pygg jar a piggy bank, es decir, la hucha que todos conocemos.
En realidad la hucha con forma de cerdo es un magnífico símbolo del concepto del ahorro, del deseo y de su satisfacción. Un animal domestico al que se le ceba para luego matarlo y así poder comer todo el año, es la más clara alegoría del  ahorro.
El dinero se introduce en el cerdito hasta que hay el suficiente como para cumplir un deseo —la lámpara mágica tenía que haber sido un cerdito— obligándote así, desde niño, a resolver un dilema y justificar una decisión. Toda una lección de vida.
Entre los objetos que pueblan mi existencia tengo dos huchas del Domund. De las de verdad, de aquellas que eran una cabeza de indio, negrito y chino hecha de barro esmaltado con colores flamencos.
Para esa generación que tuvo probablemente su primer contacto con el valor del dinero a través de la recaudación del día del Domund —el valor de no ser nunca el que más recaudaba de la clase—, la hucha del Domund debería ser un icono generacional como la sopa Campell, el sifón, la botella de gaseosa con tapón de muelle o el Renault cinco TS.
El cerdito cancerbero de nuestros ahorros te enseña de forma muy clara que: o alimentas, lo rompes y lo disfrutas; o lo engordas  hasta que no quepa mas y el cerdito se escape corriendo bien porque fuera un baquero camuflado, bien porque ya te fallen las fuerzaspara romperlo, es decir, estés viejo o se te hayan secado los deseos.
Me vino a la cabeza la hucha porque en las  nuevas reformas del contrato laboral presentadas por el Gobierno, se habla mucho del modelo austríaco, dónde el trabajador dispone de una especie de hucha que se va nutriendo durante toda su vida laboral.
Vuelve la hucha, afortunadamente, para todos.
Tengo amigos que han dejado de fumar y se han comprado una hucha para ir metiendo en ella lo que se ahorraban en tabaco. Alguno de ellos se ha ido de crucero a costa del cerdito.
Otros meten en la hucha el cambio del día y a casi todos les da para darse un buen homenaje pasados un par de meses.
En vez de regalar bombillas, limosnas y zapatillas para luchar contra la crisis, no sería mala cosa regalar a cada ciudadano una hucha. Nada más útil, más claro ni más eficaz.
Regalar una hucha lleva implícito un mensaje al que no se puede ser indiferente.
Es muy difícil que alguien que reciba una hucha la tire a la basura, imposible sin sentir el cosquilleo de cierto cargo de conciencia.
Una hucha es todo lo contrario al martilleo permanente e interesado del “si quieres puedes” de los créditos rápidos que nos han llevado al garete. No me cabe duda de que si Diógenes hubiera vivido estos tiempos, tendría metida una hucha en su tonel. Para decir la verdad con fina ironía. Para luchar contra el sistema. Para molestar.
Luis Ferrer es jefe del Servicio de Psiquiatría del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS)