Y volver a escribir. Volver a escribir una tarde, a cualquier hora. Los dedos, fríos. Los dedos, que se calientan sobre las teclas. Y piensas en chicas de tu juventud. Aquella chica, morena, con unos ojos que te miraban y no se iban. Con unos ojos que se quedaron para siempre. Aquella otra chica, pelirroja, muy enamorada de ti, de ti que no eras nadie, que eras lo peor que se puede ser, un cara. Y piensas que los recuerdos no calientan el corazón. Son solo estériles imágenes que no calientan nada. Miras hacia el cuarto vacío del fondo. Ya no hay ruido de niños. Ya tus hijos son mayores. Son niños mayores. Tienen sus vidas y nunca te vienen a ver. Para qué. Quién quiere ver a un saco de huesos. Quién quiere estar frente a una piel arrugada. Una lástima, una persona que solo cuenta las horas que le faltan para la ceniza. Envejecer es un oficio triste. Y a tu lado, el sofá grande, en el que siempre echaba la siesta tu mujer. Ella se fue hace ya un año. Y parece que todavía ves el hueco de su cuerpo en el sofá. El hueco de su cadáver lo ves ahí y ni una furtiva lágrima. Al fondo la televisión encendida, una hora tras otra, con su hojarasca vacía. Hacerse mayor consiste en agonizar en cámara lenta. En boquear sin ilusiones, sentado en una butaca. Viendo como las horas se suicidan un día tras otro desde los ventanales. Y encima el mar de Arrakeen, furioso, muy furioso. Todos los viejos deberíamos de morir ahogados en ese caldo enloquecido. Y ya se te pasaron las ganas de escribir. Las ganas de teclear la música muda de tu vida, de tu muerte, soy un viejosolo.
P.D. Cada vez que no vamos a ver a nuestros mayores los asesinamos y nos asesinamos un poco.
A los lectores de este post tan triste, especialmente a los de avanzada edad que puedan identificarse son el protagonista, les recomiendo una lectura: «Brooklyn Follies», de Paul Auster. Nathan Glass vuelve a Brooklyn, donde nació, para morir pero a lo largo de la historia se encuentra con un sinfín de personajes interesantes. Se enamora de la camarera del bar donde desayuna, conoce a excentrico librero Harry Brightman, e incluso se encuentra con un sobrino suyo, Tom «Pulgarcito», hijo de su hermana ya fallecida, que ha pasado de ser un brillante estudiante universitario a un taxista gordo y sin aspiraciones.
Juntos viven pequeñas y grandes aventuras y Glass decubre que no ha ido a Brooklyn a morir, sino a vivir.
A veces lo que parece el fin es solo el inicio de un nuevo ciclo. Solo hay que saber esperar y coger los trenes de las oportunidades. Como viajar, Casal, que dices que es pasar de un estado malo a uno incierto; a veces uno puede disfutar tanto de esa sensación de incertidumbre, de dejarse llevar en el tren del destino y bajarnos en la próxima estación, sin mirar las señales.
Creo que este post es el incio de una historia, una historia triste que -estoy seguro- en el segundo capítulo arrojará algo de luz y esperanza sobre su protagonista. Volverá a escribir.