Una Charla de Nunca con Alvite
-Al, aquí hace calor. Y el humo invita a pensar que estamos en el Savoy.
-Je, je. Cuando llegue aquí, pensé que el humo era una manada de nubes por culpa de una niebla baja. Pero el calor, amigo mío, en seguida me dejó las cosas claras. No he sentido tanto calor ni cuanto Marilyn se sentó sobre mis rodillas cuando la entrevisté para Charlas de Nunca.
-Al, tú nunca fuiste mucho de tocinillo de cielo. ¿No te habrás sorprendido?
-La única sorpresa que me lleve en mi vida me la dio un tipo de bata blanca, pero de eso no quiero hablar, ahora que ya he dejado Vietnam para siempre. El Savoy también era una caldera de Satanás. En el fondo, el viaje ha sido corto. De un infierno a otro.
-Nosotros, Al, ya sentimos que te perdíamos cuando nos quedamos huérfanos de las ráfagas de tus dedos sobre la metralleta de la máquina de escribir.
-Me costó mucho pasar al ordenador. Lo sabes, pequeño. La máquina de escribir era para mí el fogón dónde metía las palabras para hacer el periódico de cada día. Los ordenadores son fríos, como la mirada de hielo de Greta Garbo. Su aspecto ya es el de una máquina en la que solo se puede escribir contabilidad.
-¿Cómo nació el Savoy, Al?
-Perdona, cariño, primero quiero darle un toque de actualidad a la charla. Y como es la semana en la que ha ganado Syriza, aunque me importa bledo, me gustaría decir que el resultado en Grecia de hoy no es más que el griego que le han hecho a los alemanes. La capital de Europa no está en Bruselas. Es una mentira estúpida, como pensar que alguien sigue siendo fascinante cuando compartes retrete con ella o él. La capital de Europa es Francfourt, que es donde está el banco que nos maneja a todos.
-¿Qué raro tú hablando de actualidad? ¿Se te está subiendo la temperatura a la cabeza?
-Je, je. Siempre hay una primera vez. A mí encantan las primeras veces. Pero sucede que, para no estropear una primera vez, lo mejor es no culminarla.
-¿Qué sucede con el periodismo, Al?
-Demasiada velocidad. Los periodistas no son trenes de alta velocidad, muchacho. Para contar bien los historias, hay que hornear las palabras como se hace con el pan. Pero también la profesión ha mejorado mucho. Hoy la gente está mucho más preparada, aunque sus sueldos se estén quedando como los pulmones de un tuberculoso. Yo me di cuenta en la redacción que la realidad se me quedaba pequeña, cuando pasaron por mi lado mis nuevos compañeros que eran unos tipos con más carreras que Sebastian Coe y con un barniz de inocencia que los hacía estupendos. Muchas veces, después de cerrar, nos íbamos a mi capilla, el Galo de Ouro. Allí les daba la primera comunión y la absolución, todo junto, mientras escuchábamos como Sinatra, en la juke bok de Jorge, besaba el cielo con su voz y sabíamos que afuera ya se había puesto a nevar entre la Quinta Avenida y la Algalía.
-Pero en las páginas de opinión fuiste imbatible, Al.
-Me fui al Savoy como el futbolista que busca el hueco para hacer goles. Esa era mi gente. Y aquello gustó. Somos muchos los que sabemos que la mejor manera de ganar es perder. Yo perdí de todo en mi vida, pero jamás perdí los papeles. A un buen columnista lo único que le estropea la caligrafía es la masturbación. Hay que escribir para la gente. Y a mí se me dio bien traer desde la lupa del Savoy a Nueva York hasta aquí. Nada más.
-Al, creo que con bien te quedas corto. Tienes una legión de seguidores que ya te echaremos de menos para siempre.
-Calla. Calla. Lo último que quiero es descubrir que he fundado una religión…
Se oyen ruidos extraños… y la grabación se corta. Sólo queda un sudor, pero frío, y una nostalgia, como un agujero negro, imposible de cubrir con palabras.