Ahí va una historia de las que no se pueden dejar correr. De las que hay que compartir. Se conocieron en el colegio. Se enamoraron en el recreo. Se besaban un beso por encima del otro. Aprendieron lo más importante juntos. Lo esencial, de la mano. Él se marchó a estudiar la carrera a Navarra. Cinco años de estudios, como un reloj. Un millón de cartas. Otro millón de viajes entre Pamplona y A Coruña. Primero en trenes. Después en coche. Cada puente largo, en las vacaciones. Todos los consideraban la pareja perfecta. Deshechos el uno para el otro. Competían a ver quién le regalaba más al otro en navidad, por los cumpleaños. Él la miraba como un caramelo. La risa de ella se repetía como un reflejo en el rostro de él. Ella empezó a trabajar antes. El último curso de él en Pamplona contaban los días. Los tachaban en un calendario, del que compraron dos copias iguales, para no perder la cuenta. Y llegó el verano y no hicieron caso de sus familias. No quisieron esperar a la boda. No podían más. Se irían a vivir juntos. Él prepararía la oposición en el apartamento en el que ella se había independizado. Se casarían más adelante. «Total no podemos estar más separados», repetían, enamorados, los dos se alimentaban del hambre del otro. Llegó el día. Él hizo el último viaje, con el coche lleno de equipaje. Fue el último viaje. Ella nunca pensó que se podía llorar tanto. Hoy tiene tres hijos y otra vida. Y al que es niño le puso el nombre de aquel hombre que nunca llegó a casa.
no, si por algo le digo yo a mi madre: tú lee a César Casal, y del resto, una ojeda, los cricigramas anti-demencia, y así, y déjate de crisis , opiniones y paparuchas; para crisis las personales.
hug