John Mc Cain, piloto de la Marina y héroe de guerra para algunos, una farsa para otros. Senador senior por Arizona, es el candidato a presidente por los republicanos de Estados Unidos. Lo tiene difícil. Enfrente, el rey del carisma, el Kennedy negro, Obama. Mc Cain lo ha intentado todo. Hasta eligió para vicepresidenta a una bomba mediática: Sarah Palin, gobernadora de Alaska y un pozo de petróleo para los periódicos. «¿Cómo pueden decir que no sé de política internacional si por la ventana de mi casa en Alaska veo Rusia»>. De ella se ha hecho hasta parodias en forma de películas pornográficas. De Mc Cain también se ha dudado sobre todo. De sus proezas de guerra, de sus problemas con la salud, pequeños cáncer de piel. De su capacidad para superar la crisis económica. De su experiencia internacional, en la que se ha exhibido hasta una reunión con el dictador Augusto Pinochet. Pero Mc Cain trata de bajar a la calle. Come en restaurante populares con Palin a su lado. Entra en los cafés. Pero el carisma no se mastica como las hamburguesas. Mc Cain tiene encima una losa, y no es su edad, sino el legado atroz de George Bush, el peor presidente de la historia de los Estados Unidos. El hombre que recibió la llama de la estatua de la Libertad y deja la foto de presos con monos naranja y sin derechos en Guantánamo. Mc Cain, en esta campaña, tiene que remontar desde la goleada por ser el sucesor de un desastre, Bush. Y no es fácil si encima enfrente tienes al yerno perfecto. Mc Cain intenta superarlo con frases de impacto como esas bombas que lanzaba cuando pilotaba bombarderos: «Soy más viejo que la mugre y tengo más cicatrices que Frankenstein», dice para subrayar su experiencia. Mc Cain y Palin son los rostros de un ticket republicano que puede acabar hecho añicos en una papelera.