La Voz de Galicia

Lo he comprobado muchas veces: quien no escucha, inventa. A menudo, sin maldad por medio, solo por incapacidad física, como le ocurría a mi padre, que perdió la audición siendo muy joven. Un día me lo encontré viendo una película con la familia. Se lo estaba pasando en grande. Reía y, al verme llegar, quiso hacerme partícipe de lo que tanta gracia le causaba y empezó a contarme la película. Miré a los demás. Nadie dijo nada. Yo había visto aquella película y sabía que el argumento difería mucho del relato de mi padre, que solo podía verla, pero no oírla, de modo que se la inventaba a partir de lo que las imágenes le permitían intuir. También se inventaba a veces lo que le decían, para evitar que el otro repitiera o gritara, para hacer más fluido el diálogo. De esa experiencia universal provienen expresiones como «diálogo de sordos». O refranes: «No hay peor sordo que el que no quiere oír».

El proverbio hace referencia a sorderas más dañinas que la física: aquella que no quiere ver las señales que la realidad emite o aquella que se aturde aposta con mil ruidos, se embarulla -nunca mejor dicho- y termina por no distinguir el gruñido del argumento. Quizá nunca se haya dado tanto riesgo de sordera por aturdimiento como en nuestra época. Alguien decía esta semana que la gente normal no se entera de nada importante. Me quedé con la frase, no leí más. No sé si culpaba a la otra gente por ocultación o a la normal por estupidez. Probablemente concurren ambas causas: unos ocultan a base de producir un exceso espantoso de información y entretenimiento de ínfima calidad y otros no nos enteramos porque la atención se nos desparrama como el agua en un cesto, móvil abajo.

La Voz de Galicia, 3.octubre.2015