La Voz de Galicia

Como diría un amigo, el presidente Putin es un santo de mi no devoción, pero debo reconocerle algunas cosas: recibió un país atrasado, con unos territorios al borde de la desintegración, descartable y descartado en la escena política internacional y ha conseguido devolverle la apariencia y el orgullo de potencia que tenía en la guerra fría. De ahí sus índices de popularidad, que contrastan vivamente con los de los líderes del Oeste.

Desde luego, los medios que emplea y los principios desde los que opera están muy lejos de pasar una reválida ética, pero le han bastado para poner en evidencia a los dirigentes occidentales, que, comparados con él, no solo parecen débiles, sino aficionados incompetentes. Los lógicos movimientos de Putin sobre Ucrania -y no digamos sobre Crimea- eran esperables y los expertos los previeron hace años. Sin embargo, se le facilitaron. Putin ha ganado la partida: Crimea no volverá a Ucrania y el paripé de sanciones ridículas sirve para confirmárselo. Sabe que el mundo del dinero americano y europeo no admitirá que se le pidan sacrificios, aparte de que, por supuesto, ni se puedan tocar los capitales o las sociedades que los rusos tienen en Suiza. Así que Putin ha convertido nuestra supremacía económica en debilidad, y su supremacía energética, en nuestra dependencia: los gorditos del patio atemorizados por el macarra, al que consienten todo con tal de que no les quite el bocadillo.

Venimos haciendo lo mismo desde hace años con China, una potencia real. Cuando la política se guía solo por intereses comerciales y aparca los principios morales, termina primero con el coraje y luego… con todo.

Publicado en La Voz de Galicia, 22.marzo.2014