No sé si se acordarán del tamagotchi, el juguete inventado por una firma japonesa a mediados de los años noventa. Consistía en un dispositivo digital, menor que la palma de la mano, que representaba una mascota, un gato, un pato, incluso una persona, de la que el niño tenía que ocuparse: había que alimentarla y vestirla, tratar de que fuera adquiriendo destrezas, de modo que el jugador pudiera superar ciertos niveles que le permitían acceder a más posibilidades de juego. En algunos modelos, podían casarse con otros tamagotchis y recibir dos hijos. Pero la muerte marcaba la diferencia de este juego con respecto a otros: si el niño dejaba de atender las urgencias del aparato, la mascota moría. Llegaron a venderse más de ochenta millones de dispositivos. Las escuelas los prohibieron. Los chavales los llevaban a clase para responder a las solicitudes de la mascota, que se manifestaban con alarmas, y evitar que muriera. La marca reaccionó incorporando una opción de pausa. Vi niños que lloraban la muerte de su tamagotchi. Vi madres cuidando los tamagotchis de sus hijos mientras jugaban al fútbol. Un día se cansaban de aquella esclavitud y los dejaban morir.
La fiebre del tamagotchi pasó, aunque el juego pervive en Japón y en algunas aplicaciones para móviles. Quedó, sin embargo, cierta mentalidad tamagotchi, que se manifiesta en cómo tratamos a un número creciente de mascotas de carne y hueso que, en el mejor de los casos, terminan abandonadas de cualquier manera, sobre todo en vacaciones. Una crueldad tremenda que, según las noticias, empieza a insinuarse en cómo algunos conciben y tratan a los hijos: como mascotas sin botón de pausa.
Publicado en La Voz de Galicia, 26.octubre.2013
Relacionados: Children as Commodities, La «verdad» sobre el caso Asunta
A min paréceme que para ter unha mascota nais cidades as autoridades tiñan que por condicións para telas nas casas e ter un control ríxido sobre elas. Por que o de ter un animaliño por capricho é unha barbaridade como cando se fai unha adopción dunha criatura por egoísmo como remedio para unha relación de parella deteriorada.
Cando eu era pequeno, sete anos, na casa dos meus avós tiñan un can, chamábase Cuco, eu queríalle moito pois facíame compañía cando ia co gando para o monte e pasabamos o tempo brincando por alí adiante, cando o Cuco se fixo vello e xa non tornaba as vacas meu tío Pepe chamou a un amigo e con un tiro matárono no medio da estivada. Eu chorei moito e cando trouxeron outro canciño para o sitio non quixen encariñarme con el, pois non quixen volver a sufrir por un animaliño. E cando vexo aos urbanitas cos seus cans parécenme xente cun xoguete que non coñecen que os animais aínda que domésticos non son un enredo e teñen moitas necesidades: andar ceibos, correr, ter compañía etc. E non pasarse días enteiros encerrados saíndo só un pouco para mexar e cagar porque manchan as casas senón nin así.
Como el kéfir.
No lo he pillado…
El otro día justo estaba recordando sobre eso. En mi país se le llamaba «la mascota virtual». Me llamó la atención precisamente eso, que no se reiniciaba, el animal simplemente se moría. Creo que los japoneses hicieron bien. Creo que las personas cada vez les cuesta más comprometerse con algo o alguien.
También en una época mi madre tuvo las bacterias que hacían kéfir, pero las personas se aburrían y les dejaban morir.
Me vino lo del kéfir a la mente… Así, de sopetón.
El kéfir era una especie de cerebrito informe que había que mantener vivo en leche. El kéfir transformaba esa leche en una especie de yogur ácido. Pero había que cambiarle la leche y eso te obligaba a estar pendiente, aunque fuera sólo una vez al día; además estaba vivo: crecía.
Más de uno optó por tirarlo por el baño. Porque ¡engordaba…!(Se sumaba el consumo de kéfir al de leche y fue más fácil culpar al kéfir que a la glotonería personal); o porque simplemente se cansó de cuidarlo.
Y de tiempo en tiempo alguien te ofrece un pedazo de kéfir comprometedor.