La Voz de Galicia

La votación del Congreso que autorizó anteayer la prórroga del estado de alarma, definitivamente, me ha derrumbado. Lo comprendo todo, también las tácticas políticas por mucho que no merezcan tal nombre, sino el de meras estratagemas de corto alcance. Comprendo que el Gobierno, que por fin ha dado con un asunto en el que la opinión pública le respalda, se aúpe en ese magro y dudosísimo éxito para hacer valer durante treinta días más una medida que debería avergonzarnos, que daña el buen nombre del país. Comprendo que el beneplácito del Congreso les vendrá bien para recordarlo cuando se demuestre la falta de fundamento jurídico para tamaña excepcionalidad. Comprendo que PNV y Coalición Canaria estaban obligados por el incalificable pacto de legislatura. Comprendo que esas mismas encuestas que dan la razón al gobierno hayan frenado a CiU y al PP. Al fin y al cabo, mal que nos pese, la democracia funciona así: con ese tacto fino de los partidos que intenta identificar y aprovechar en cada caso la percepción más generalizada entre los votantes. Y en este, los votantes, según encuestas de anteayer mismo, daban la razón al Gobierno frente al colectivo demonizado de los controladores, porque la comunicación política que padecemos es brutal y sin matices. Esto es lo peor.
¿Qué ha pasado para que casi el 75 por ciento de la sociedad apruebe una medida tan contraria a las libertades y derechos de los trabajadores (olvidemos por un momento que hablamos de controladores)? ¿Qué ha pasado para que admitamos esta militarización? ¿Se trata solo de que queremos asegurarnos las fiestas y, ante la menor duda, cedemos en las libertades para ganar en comodidad? La libertad no se gana ni se defiende en zapatillas frente al televisor, sino asumiendo riesgos y sacrificios. Pero parece que nos hemos vuelto como nuestros líderes: burgueses y cortoplacistas.