La Voz de Galicia

Las declaraciones del alcalde vallisoletano a propósito de la nueva ministra, Leire Pajín, ponen de manifiesto algo muy obvio: la preeminencia del lenguaje bajo e incluso vulgar, y por lo tanto brutal, sobre el estilo noble o, al menos, sobrio. No sé si hasta ahora teníamos menos pensamientos vulgares, quizá no. La diferencia estriba en que nos guardábamos mucho de expresarlos, porque sabíamos que eran vulgares y porque todo el mundo compartía esa opinión. Lo del alcalde de Valladolid es una grosería, en efecto, agravada por su condición de autoridad y por haberla lanzado contra otra autoridad que, además, es mujer. Esto último ha actuado como una turbina en su difusión mediática. Y me parece bien, aunque no exactamente por los mismos motivos que aducen algunos.
En cualquier caso, considero  que el incidente es gravísimo en si y por lo que significa. El alcalde aludió a «los morritos» porque pensó que era algo admisible, normal y gracioso. Quizá le podría parecer incluso suave y meramente insinuante si lo comparaba con la cháchara de la televisión, con la acerada ironía de ciertos columnistas, con tantas intervenciones en tantos parlamentos autonómicos y capitalinos o con la conversación monótona de dos adolescentes sentadas a la puerta de un bar. El problema no radica solo en que el alcalde tenga pensamientos groseros ni en que los exprese ni en que sea una autoridad, el problema reside en la imagen que tiene de sus potenciales votantes.
Urge una recuperación del buen gusto, de la elegancia verbal. Y la elegancia siempre va ligada a una cierta sobriedad. Obama entendió muy bien en sus discursos lo de la elegancia y la altura de miras. Aquí, me temo, nos espera una agudización del mal contrario, acaso porque nosotros somos así —de pensamiento y palabra vulgar, es decir, brutal— y ellos, que necesitan nuestro voto, lo saben.