La Voz de Galicia

Ayer, sobre las nueve de la mañana, coincidí en un paso de peatones con un hombre de unos cincuenta años, fuerte, pelo muy largo recogido en coleta, pantalón de chándal marrón y camiseta a juego. Llevaba a la espalda, colgado del cuello, un bastón bien pulido de empuñadura curva que con su peso abría un triángulo en la camiseta por el que asomaba la piel, muy blanca, hasta más abajo de las escápulas. El hombre, quizá gitano, cantaba con buena voz y ganas, pero sin gritar. Calló mientras atravesábamos la calle y reanudó su canto al tocar la acera. Caminaba a paso vivo y enseguida me sacó un buen trecho. Se cruzó con dos chicas que hacían footing e intensificó la melodía repentinamente, como para saludarlas. Un amigo que me acompañaba dijo, apenado: «Ahora ya nadie canta por la calle».
La frase me trajo un montón de imágenes y sonidos de la infancia: los albañiles que levantaban casas en Monte Alto y cantaban mientras colocaban ladrillos. Los recuerdo, sobre todo, de los días en que me quedaba en casa enfermo y no podía ir al colegio. Llegaban sus voces hasta mi cama con las mismas canciones que podían escucharse por la radio en los programas de discos dedicados. Y llegaban también, del patio interior, los cantos de las vecinas afanadas en los tendales o en los fregaderos. Ya por la tarde, para darme envidia, me alcanzaban los ritmos  de las niñas y los niños que cantaban tantas canciones asociadas a sus muchísimos y variadísimos juegos. Por no hablar, claro, de los cantos campesinos durante las faenas o en el descanso, pero sobre todo en los desplazamientos. Hasta los carros cantaban. Y los borrachos: en la esquina bajo mi cuarto, se apostó uno que entonaba todas las noches el «Yo soy minero».
Eché de menos aquellos cantos de tantos colores y tersuras, sustituidos ahora por gentes con auriculares. Pero aún no sé muy bien por qué.