La Voz de Galicia

Leo en titulares que la poesía está en crisis. Se refieren, en realidad, a la venta de libros, pero me asusto de todas maneras. La poesía no puede estar también en crisis como todo lo demás, porque cuando no se entiende nada, cuando resulta difícil entender según qué cosas, la poesía es el método de exploración de la realidad que nos queda para intentar explicarnos lo inexplicable y para intentar mostrar lo inefable. Por supuesto, hay poesía y poesía. Hay una poesía idiota y vulgar que canta siempre las mismas cosas de un modo progresivamente cutre. Un proceso histórico que describe con agudeza y datos Zagajewski, y que tiene como colofón el pánico a lo sublime que termina en la zafiedad más absoluta. Esa trampa, la de hacer pasar por sublime lo vulgar, puede resultar muy comercial un tiempo (en cierto tipo de música, por ejemplo), pero acaba en desencanto y saciedad. Al fin y al cabo, se le puede cantar al amor toda la vida y nunca terminaremos de saber contarlo y cantarlo. Otras cosas, sin embargo, son perfectamente expresables: apenas permiten un verso y cien mil repeticiones.
La poesía requiere fervor y coraje para atreverse con lo sublime, con lo que no dominamos, con lo que no queremos, incluso. Si se queda en mera eufonía o en puro afán de sorprender, defrauda. Suena hueca como las palabras hermosas en un discurso político contradictorio. O engañosa y traidora. En los últimos tiempos hay mucha poesía de esa, aunque abunda la buena. Y no sólo en poemarios frágiles, casi siempre demasiado esbeltos para quienes aprecian más la cantidad, sino también en los periódicos. Pero, ¿cómo hacer poesía con las fotos de los restos del San Juan, publicadas ayer, o con las de los botellones de todas las semanas? ¿Cómo cantar la belleza de las playas bañadas en basura y orines, en vomitonas y hedores alcohólicos?  Somos tan sensibles y románticos, tan heroicos…