La Voz de Galicia

Contaba ayer el Times de Londres que los chinos habían detenido a varios cientos de personas sospechosas de incumplir las estrictas leyes de natalidad que impone el gobierno y que se resumen en el eslogan «una pareja, un hijo». La gente, como es lógico, se rebela y parece que las autoridades, lejos de transigir, han lanzado una campaña de esterilización masiva que, en un primer momento, apunta a diez mil mujeres (o a sus maridos) sospechosos de haber infringido tan espantosa normativa.
Las cifras siempre son brutales en China. A horrores antiguos, añaden sin parar horrores nuevos. Me contaban el otro día el caso de un español que fue allí para conseguir un trasplante que aquí se difería. Los chinos negociaron el precio del órgano hasta que el hombre estaba en el quirófano y, ya dentro, le sacaron doce mil euros más. Mejor no saber los detalles. Preferible también ignorar de dónde proceden esos órganos, aunque hace tiempo que menudean las denuncias de que utilizan a sus muchos millares de presos como proveedores vivos. Resulta fácil de comprobar, eso sí, el increíble aumento de transplantes en el país que, imagino, algo habrá contribuido al apabullante incremento de su producto interior bruto y… de sus exportaciones. Sin mencionar, claro, que se ha convertido en la zona del mundo en la que las distancias entre ricos y pobres, las desigualdades, se incrementan con mayor celeridad. Algunas informaciones ya señalan una fractura de treinta a uno entre, por ejemplo, las áreas rurales y las urbanas. Llegan también signos inequívocos de un malestar cada día más profundo entre la población.
La perspectiva de una gran potencia económica sin freno moral es aterrorizadora. Terminarán colonizándonos o estallarán por los aires. En el primer caso, tendríamos lo que merecemos, por cobardes. En el segundo, habría que lamentar un interminable reguero de sangre. Otro.