La Voz de Galicia

Advertencia:

Escribí este post desde Brasil, el viernes pasado. Explicaba en él que no tenía tiempo de escribir, que ya lo haría, y que gracias a la sugerencia de alguien podía salir del paso con esta columna publicada el 24 de febrero del 2006, que enlazaba. Como no había vuelto por aquí, no advertí que, por alguna razón, desapareció el párrafo introductorio, el título de la columna y unas líneas finales que también había añadido. Un comentario en Facebook me ha hecho regresar y darme cuenta con pavor del resultado: parece que estuve con Delibes la semana pasada.

Lo siento mucho. No  sé a qué se debe este desastre.

La columna se titulaba:


Ángeles y Delibes

LA SEMANA pasada fui a pasar unas horas con Miguel Delibes. Me había invitado antes del verano, pero por unas cosas o por otras, no conseguí aparecer por su casa hasta hace unos días. Llegué sobre la una y me recibió en su estudio, sentado a la mesa del escritorio. A su espalda estaba un cuadro que muchos de sus muchísimos lectores querrían ver directamente: el que da nombre a la novela Señora de rojo sobre fondo gris, una de mis preferidas. Tanto tiempo sin ir por allí hizo que me impresionara enfrentarme a aquel cuadro desnudo, sin marco, que me era tan familiar y tan extraño a la vez. Delibes me contaba cosas y a mí se me iba la vista y la concentración a la pintura dichosa. Me parece que él se daba cuenta y no le parecía mal. O quizá sí y disimulaba. No sé. La señora de rojo, como sabrán, era su mujer, Ángeles de Castro. No la conocí, pero aprendí a quererla a través de él. Al verme de nuevo frente a su imagen, me entraron ganas de quedarme un rato a solas con ella. No sé por qué. A media tarde le dije a don Miguel que volvería pronto a visitarle y me fui. Al subir al coche para iniciar el regreso, se me ocurrió que, en realidad, quería volver pronto para verles… a los dos.

La entrada original terminaba con un: «Pero ni pude volver ni llegaré ahora a tiempo a su entierro», o algo así.