La Voz de Galicia

Coinciden muchos en que el Gobierno, a falta de respuestas para los problemas que ya tiene —y para otros que aparecen cada semana—, ha decidido crear problemas nuevos para los que ya tiene dispuestas soluciones prefabricadas que, además, ni negocia ni piensa consensuar. En casi todos los casos, salvo el tan manido Estatut, los nuevos problemas se orientan a tocar la moral de la gente, en sentido estricto. Y como consecuencia, generan posturas radicales a ambos lados del espectro. Esto le va bien a Zapatero, dicen, porque distrae de los temas que verdaderamente preocupan a todo el mundo y porque le ayuda a marcar territorio para asegurarse en su electorado de izquierda. Obliga, además, a la reacción de los conservadores que no pueden desatender tales asuntos sin alejarse de sus propias bases, y al hacerlo, marcan también, quieran o no, su propio territorio. Zapatero ha utilizado este procedimiento desde su primera legislatura, pareció abandonarlo poco antes de las elecciones y ahora lo recupera, aumentado, como solución perversa a una crisis económica y social de la que no salimos más que en sus declaraciones.
Se trata de una táctica política vieja y, por tanto, bien conocida, que sus adversarios deberían saber cómo neutralizar. Pero no saben. Así que gastamos unas energías valiosísimas en sacar adelante, por ejemplo, una ley del aborto con un apoyo social bajo y que decrece día a día. Pese a ello, no se busca ni se quiere el consenso. Prefieren gobernar para su gente y no para todos. De ahí que el país se polarice cada día más en extremos irreconciliables que llegan al odio. Al odio político.
En el caso Palomino —el joven apuñalado en el metro por un extremista de derecha— se apreció como agravante «el odio político». De acuerdo, me decía alguien, pero entonces, ¿qué hacer con quienes se dedican a provocarlo o inducirlo?