La Voz de Galicia

De muy niño, me intrigaba la falta de conexión entre el sonido de algunas palabras y su referente real. Pero eso no me ocurría con «Agosto», un nombre que me parecía bien puesto, de señor gordo y afortunado, quizá incluso benevolente. Aún no conocía que el mes recibió bautizo de Augusto, un emperador romano que quiso darle su nombre y sus 31 días, como César había hecho con «Julio». No era por eso. Tampoco sabía de la existencia de la frase «hacer el agosto», el verbo «agostar» me resultaba ajeno, e ignoraba que «agostizo», aplicado al animal nacido en agosto, significara raquítico o desmedrado. Eso lo aprendí luego con Delibes. Para mí agosto significaba vacaciones, sol, un revuelo de primos, la fiesta de Fisteus, carretadas de heno y tiempo de trilla. Por eso me parecía un nombre tan adecuado. Agosto eran sopas de vino con azúcar, disputar un hueco para acudir a la feria de Curtis muy temprano, latas inmensas de membrillo, las rosquillas de las fiestas y la romería de La Peregrina en Xabriño, con merienda sobre manta y las empanadas recién hechas asomando del cesto de mimbre con asa carretado por la yegua. En agosto me caí de una meda y quedé inconsciente, me clavé varias puntas, me abrí el dedo corazón jugando con un banco y me emborraché la primera vez que me mandaron a buscar vino a la barrica. En agosto construíamos chozas con techo de xesta y de abeto, nos bañábamos en el río, montábamos molinos en los regatos con palo de abedul y la navaja del abuelo. En agosto escapaba de las siestas por la ventana y robaba fruta, pero volvía con las piernas marcadas por las ortigas y las zarzas, sin modo de explicarlo. En agosto iba a caballo hasta la cartería de A Illana, montando a pelo, para traerle el periódico a mi padre. Agosto empezaba y terminaba en el corral, con la alegría de la abuela al vernos llegar y con sus lágrimas de despedida. Como un paréntesis lleno de cariño.