La Voz de Galicia

La sentencia según la cual «la hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud», responde muy bien al autor (La Rachefoucould) y a su época (el siglo XVII francés). La máxima ha tenido tanto éxito, porque es verdad: quien «finge sentimientos o cualidades distintos a los que realmente tiene» está reconociendo que debería cambiar o, al menos, que su comportamiento no es homologable como virtuoso por los demás. Cuando la hipocresía se convierte en un vicio social y se puede hablar de una sociedad hipócrita, ocurre lo mismo: se reconoce la grandeza de la virtud y se esconde el vicio. Por eso una sociedad hipócrita, siendo perversa, todavía es recuperable. Existe la posibilidad, por ejemplo, de que se castigue severamente al mentiroso, aunque la sociedad misma sea hipócritamente sincera.
Sin embargo, una sociedad que ni siquiera es capaz de hipocresía está perdida. Si los niños dicen o hacen delante de sus padres con la mayor naturalidad y sin escándalo lo que siempre han dicho o hecho a escondidas, si se miente en la vida pública, si se comprueba la mentira pero no pasa nada, si somos capaces de oponernos radicalmente a la tortura mientras millones de madres permiten que sus propios fetos sean despedazados hasta la muerte, si en lugar de disimular el mal que por debilidad o ignorancia cometemos, nos dedicamos a pregonarlo como un bien o incluso como un derecho, si llamamos libertad y espontaneidad al capricho, si no importa hacer daño al otro con tal de que redunde en un bien para mí y eso se aplaude en la política, en la empresa, en la gestión de la comunicación pública o en cualquier otro ámbito, y sobre todo, si se le llama hipócrita al virtuoso, entonces…
Que el gobierno nos mienta sobre la venta de armas a Israel o no pare la fabricación de bombas de racimo es solo hipocresía. Lo terrible es que, sabiéndolo, nos dé igual.

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