La Voz de Galicia

Esta noticia de La Voz  sobre la planeadora que apareció ayer quemada en una playa de la Isla de Arousa me recordó la historia de Kubala, ocurrida en 1996.

Aquello aún tenía su épica, y escribí entonces una cosa para Nuestro Tiempo que transcribo a continuación, y que dio lugar -años más tarde y por caminos quebrados- a una película para televisión (Entre Bateas).

Pero antes tengo que aconsejar la columna de Luis Ventoso, maestro de la ironía, sobre lo ocurrido ayer. Quizá algunos de sus juegos verbales sean aptos solo para gallegos.

MANERAS DE MORIR 

Tenía cuarenta años y estaba considerado como el mejor piloto de planeadoras de la Ría de Arousa, el mejor de toda la costa gallega, es decir, quizá el mejor del mundo. Pilotar una planeadora no es cualquier cosa: hay que saber llevar un cacharro de entre ocho y catorce metros de eslora a ochenta nudos (140 kilómetros/hora), de noche, preferiblemente entre la niebla, bordeando rocas, bateas y patrulleras de la Guardia Civil para dejar a salvo quinientas o mil cajas de Winston.

Kubala, sobrenombre de Manuel Durán Somoza, era sin duda el mejor, hasta que murió a mediados de julio, en una noche con niebla, arrollado por otra planeadora o arrollándola. Pocos sabrán. Parece ser que falló el radar de una o de ambas embarcaciones y el impacto arrojó el otro bote sobre las rocas de Aguiño.  Allí encontraron el casco mordido por otro casco, pero no las cajas de Winston. Tampoco estaban los supervivientes ni los muertos.

A Kubala lo enterraron en Cambados, dos días después, en uno de los cementerios más románticos que haya visto: las tumbas crecen como plantas salvajes en medio de las ruinas románicas de la iglesia de Santa Marina y luego salen de la nave destechada y se amansan, se amontonan en desorden por el antiguo atrio y por los alrededores de la iglesia, hasta que un poco más allá, se vuelven asquerosamente formales y modernas para alinearse en panteones demasiado nuevos, demasiado iguales, demasiado simétricos. En el cementerio de Cambados, como en todos, se espeja un pueblo, su vida y su muerte. Allí queda el rastro de epidemias infantiles, de familias que antes o después fueron famosas por motivos bien diversos: los Valle-Inclán y los Charlines. Allí, bajo la mirada dolorosa de un Cristo esculpido a tamaño natural, descansan tantos Oubiña  quizá el apellido más frecuente en la zona, mientras alguna mujer sin edad trastea con regaderas y flores de plástico, velas y trapos de limpieza. 

Más de mil personas, muchas de luto, acompañaron el féretro de Kubala y asistieron al funeral. Su hermano amenazó a los fotógrafos y a los cámaras de televisión. Así, a primera vista, la escena tenía un aire siciliano. No, simplemente. El contrabando ha generado en la Ría de Arousa un modo de vida, y también un star-system propio, en el que Kubala, por lo que se ve, ocupaba un lugar de privilegio. Pero no se trata de un estilo siciliano: el mundo del contrabando, aunque llega a muchos, no lo abarca todo. Ni siquiera existe un mundo del contrabando, sino dos que a menudo se desprecian entre sí: el del tabaco y el de la droga. El de la droga, sin embargo, es un nuevo rico vulgar, carece de épica y de estilo.

La manera de morir marca la diferencia. Unos bajan a la tumba a escondidas, con el cuerpo roto a balazos, acompañados sólo por los fantasmas con jeringuilla de cuyo infierno vivieron. A los otros les lleva un gentío que, por lo que sea, les quiere.

Las maneras de morir -qué nos llevamos a la muerte y quién nos lleva- siguen diciendo mucho sobre las maneras de vivir. Por eso me gustan los cementerios.