La Voz de Galicia
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Pasé quince años de mi vida con un Volvo que compré de segunda mano cuando no podía imaginar lo que era tener un saldo de más de cinco cifras en la cuenta corriente. Anduvimos juntos cerca de un millón de kilómetros y sólo me dejó tirado una vez; las pocas averías que tuvo – sólo eran desgastes- hallaban sabio consuelo en un mecánico talludo del Ourense profundo. Cada vez que le llevaba el coche sonreía con la misma textura con la que un abuelo sonríe  al nieto que ve de tanto en mucho. Jamás rindió su orgullo y sostenía que aquel coche podía durar toda la vida: «non coma os de agora que no valen ni para ser antiguos»-repetía-.

Con ese coche entendí el concepto de «obsolescencia del mercado», es decir, cómo el mercado actual fabrica bienes programados genéticamente para morirse en pocos años. Te obligan así a comprar otro y decapitar al digno oficio de los maestros chapuzas capaces de arreglar cualquier desperfecto.

Consumes luego existes.

El mundo está cambiando muy deprisa y muchos de los que cruzamos los cincuenta no llegaremos a controlar la tecnología cotidiana del mañana, igual que los que vivirán en ese mundo no sabrán lo hermoso que es el color gris.

No lo sabrán porque el mundo se está digitalizando y casi todo es si o no, blanco o negro.

Hasta el advenimiento de la vitrocerámica la cocina de fuego era analógica, es decir, graduabas la temperatura a ojo; la vitro convirtió el control del fuego en un número o un puntito que pulsar.

Las recetas dejaron de ser textos casi notariales: » récipe: tómese 15 mgrs -del principio activo no de la marca-  al almorzar con algo en el estómago». Hoy se receta la marca y se prescribe digitalmente 0-1-0.

El arte de la caligrafía agoniza porque se escribe pulsando teclas sin trazos ni errores. La letra deja de ser una huella  de identidad cuando todas las huellas son iguales, mayoritariamente times romance o Arial. El manuscrito ha muerto.

Las emociones dejan de tener olor, temperatura y matizes para ser un emoticón digital. Sonrío, me sorprendo, mando besitos o bailo flamenco sin zonas intermedias ni mezclas posibles.

El arte de la guerra de Sun Tzu no encaja en la cartografia cerebral de los contendientes de hoy cuya estrategia consiste en   ver quien tiene el botón más grande para apretarlo o no.

Conceptos borrosos, grises, analógicos imposibles de digitalizar como el ojo clínico, el punto de un plato o la caída de un vestido se perderán como las lágrimas en la lluvia del  replicante.

Sin nostalgia por la pérdida ni entusiasmo por lo que viene.

Jamás debí deshacerme de ese coche.