Acudí al pueblo para dar el último adiós a un familiar muy querido que llevaba demasiado tiempo batallando con la enfermedad. Un hombre joven y vital a quien la naturaleza o quizás la suerte no respetó como merecía.
Los ritos funerarios varían de unas regiones a otras, en el caso de la Terra Alta catalana, es costumbre que tras la misa de cuerpo presente, todos los asistentes -en este caso más de quinientas personas- den el pésame una a una a los familiares más directos situados en la primera fila del templo.
Ya había experimentado este pasamanos grupal en el entierro de todos mis familiares pero nunca se dio el caso de tanta gente o quizás fue esa mayor sensibilidad que da la madurez frente a estos actos de despedida y cierre de la vida.
El caso fue que mi atención acabó fijada en el tacto de esas manos apenadas y solidarias que nada tienen que ver con las de los besamanos reales, los actos civiles, académicos o protocolarios que no sostienen lágrimas contenidas ni pedazos de vida en común.
Manos de piedra enormes y secas como la tierra que trabajan, manos de pescadores del mismo calibre pero saladas de viento y mar. Manos frágiles de ancianos y ancianas que telegrafían el árbol genealógico de toda la historia de un pueblo. Manos de guerra sufrida, manos jóvenes temerosas al tacto del dolor que aprenden a acompañar. «Te acompaño en el sentimiento», «acompaño en el sentimiento, «acompaño en el sentimiento»…cientos de veces la misma fórmula enlatada que busca contener una emoción que a veces acaba desbordándose en un abrazo empapado de lágrimas y silencio.
Manos tribales, manos nucleares, manos comunicativas, manos enérgicas, manos doloridas, húmedas, zurcidas de años.
Ninguna mano de pescado fría, fofa y sin valor.
Una mano dice más que mil palabras.