Andamos a vueltas con lo oportuno de seguir usando las mascarillas ahora que las nomas que dictan los gobiernos dicen que ya te la puedes quitar, salvo en lugares muy concretos.
La respuesta de la gente en general ha sido de dos tipos, los que han abrazado el principio de deseo de las indicaciones políticas concluyendo que ya no hay peligro y las lanzan al aire como las gorras de los soldados cuando se licencian. Luego están los otros, los que obedecen al principio de realidad que le brindan las cifras (un 40% de aumento de ingresos por Covid en las última semanas) y los científicos más serios y menos mediáticos que siguen recomendando seguir usándolas por precaución.
Parece ser que los precavidos son más numerosos que los ansiosos por olvidar lo que hemos pasado.
Más allá de los motivos preventivos existen otros más paganos pero no menos pragmáticos, hay gente que ha incorporado el uso de la mascarilla como un complemento estético más que disimula bocas y narices resaltando el atractivo de los ojos y la mirada; otros las encuentran útiles cuando hace frío, otros -como los niños- simplemente las han incorporado como un hábito más y se sienten temerosos sin ellas. El tiempo y la evolución dictarán su permanencia o no.
Máscara viene del griego y quiere decir «Personalidad», la mascarilla que ha cubierto nuestro rostro estos años no solo ha sido útil para protegernos, sino también para desvelar la personalidad de muchos, sobre todo de tanto canalla embozado tras ellas para hacer negocios infames y obtener comisiones de escándalo.
La verdadera personalidad de esas gentes que bajo su red de influencias pegadas al poder político, sus trajes de marca y coches de lujo, hacen de la necesidad un pelotazo.
La Náusea de Sartre en estado puro.