Llegó la hora de renovar el carné y pasar el psicotécnico, allá fui con esa sensación de incómoda desazón que produce cualquier prueba obligatoria a la que uno tiene que someterse y más a estas edades, en que comenzamos a ser un catálogo de podrigorios que te imponen declarar.
Una vez haber negado tres veces padecer cualquier calamidad y tomar menos medicinas de las que se espera que uno esté tomando, comenzó la prueba de la maquinita. Esa maquinita que recuerda a los primeros juegos electrónicos en que dos rayitas simulaban dos raquetas y cada toque emitía un chasquido seco y metálico.
Allí me vi concentrado en el trayecto que debía recorrer sin salirme del carril y, aún poniendo todo el interés posible, resultaba inevitable tocar los límites de tanto en tanto, al tiempo que se escuchaba una bocina delatora que presagiaba un resultado inhabilitador de torpe y viejuno.
Al final, la maquinita me dio por válido para seguir conduciendo, pero la tensa espera fue inevitable.
La prueba en cuestión me pareció una metáfora perfecta del trayecto que pilotamos en la vida; me vinieron a la cabeza un montón de historias escuchadas y vividas en el ejercicio profesional y personal.
Nos pasamos la vida intentando mantenernos encauzados sin salirnos del carril, pero es inevitable que tarde o temprano choquemos con unos límites que a veces nos quedan chicos y otras demasiado amplios; si te despistas más de lo razonable estás abocado a acabar en un game over que te deja fuera de juego definitivamente. Cinco o seis pitidos estruendosos, un puñado de errores y la vida se te va al guano. Si sobrepasas los límites, si te relajas demasiado o no estás lo suficientemente atento, estás caput.
No es casualidad que delirar quiera decir «salirse del surco».