Hubo un tiempo en que lo cotidiano, lo repetitivo y lo habitual era un privilegio de los dioses. En poco más de tres décadas este privilegio se convirtió en una opción para pailones que no sabían saborear la excitación de «las nuevas experiencias» o renunciaban a hipotecarse para alcanzar la felicidad de lo efímero.
La industria de las experiencias llenó el mundo del bienestar con listados interminables de cosas que «no puedes dejar de hacer», películas, libros, restaurantes, gastrobares, lugares exóticos, deportes absurdos, performances de todo tipo que uno tiene la obligación de vivir si quiere ser feliz, olvidando que cuando uno asume la obligación de ser feliz, está condenado a la infelicidad.
En lo tocante al tiempo de ocio nuestros padres y abuelos disfrutaban haciendo siempre lo mismo, aquello con lo que tenían la certeza de disfrutar. Los mismos bares, el mismo pinchopote, el mismo lugar de veraneo, el mismo pueblo, los mismos amigos, los mismos compañeros de baraja y dominó. Para las generaciones anteriores la felicidad estaba en la tranquilidad de la repetición, nosotros que somos una variedad nómada, hemos comprado lo opuesto, buscar que nada se repita: una vez es vivir, dos es el tedio o la frustración.
Para ellos, esa continuidad en las costumbres afianzaba quiénes eran y de dónde venían, y los pequeños cambios introducidos en ese ritual de lo cotidiano eran cicatrices que el tiempo inevitable dejaba. La desaparición del bar de toda la vida, del compañero de mus o de la casa de alquiler de verano, eran pequeños funerales de lo cotidiano.
Para el nómada perseguidor de nuevas experiencias y emociones, lo cotidiano ha entrado en la categoría de lo desechable, multiplicando identidades y perdiendo la identidad, y lo que es peor, sin saber a ciencia cierta hacia dónde va.